EL SILENCIO MONÁSTICO-SANTIAGO KOVADLOFF
El silencio monástico
Santiago Kovadloff
A nadie más que al monje le resulta familiar la parábola del silencio. Tal como él pareciera advertirla, esa parábola se despliega entre el silencio de Dios y el silencio ante Dios.
El silencio de Dios impera donde la sed de poder ha convertido al hombre en un ser hostil al misterio de su propia creación. El silencio ante Dios, en cambio, reina donde el hombre, liberado de su despótico afán de supremacia, logra reconocerse como criatura y recupera, de ese modo, la presencia de su Creador.
Podría afirmarse, entonces, que la fe monástica transfigura al hombre que presume saberlo todo en el hombre que se sabe ante la ímponderabilidad del Todo. Y dígase de paso que el hombre que presume saberlo todo no es, necesariamente, aquel que para todo cree tener explicación sino aquel que, para todo, asegura que debe haber explicación; aquel, en suma, que sobrestima el poder de sus facultades comprensivas y homologa el campo de lo real sólo a lo que a él le ha sido dado concebir como tal.
Recurramos a un término clásico de la mística para decir que la fe del monje se dilata a medida que el desierto configurado por el estruendo del medio circundante se va convirtiendo en el desierto de ese íntimo, solitario encuentro de cada cual con Dios (1). Desierto en ambos casos, por lo tanto pero en muy distinta acepción. El primero es el ámbito vaciado de presencia trascendente; es el desamparo sembrado por la autosuficiencia humana. Ese páramo es la huella de Dios ausente. El indicio básico de su marginación. Y donde el destierro de Dios se ha consumado, predomina, invariablemente, la presunción de la certeza: lo real descifrado, en apariencia, de una vez por todas. Con ello estamos de vuelta en el escenario de la literalidad: sólo es real lo comprensible; sólo lo comprensible es real. Únicamente así cabrá la borgeana rosa "en las letras de rosa" y el río Nilo "en la palabra Nilo", según la memorable proposición (2). Es que el ateo, al igual que el dogmático, le ha vuelto la espalda a una incertidumbre básica. No sólo es a Dios a quien se renuncia mediante la incredulidad religiosa. Es el contacto con el propio abismo ‑con lo que en cada cual hay de inabarcable‑ lo que en esa renuncia resulta subestimado. Decirle no a Dios, sostendrá el monje, es decirle si a la suficiencia, al engreimiento, a la idolatría de la apariencia. Y si es cierto que Dios nos creó a su imagen y semejanza, no menos lo es el hecho de que esa caracterización gana su mejor sentido cuando recordamos que Dios es invisible. Se trata, en consecuencia, y tal como lo afirma Thomas Merton, de sumergirse en el arduo aprendizaje de la entrega personal "a la autoridad de un Dios invisible" (3). El contacto con el ser propio como instancia primordialmente invisible, o sea inabordable mediante categorías, equivale a la experiencia teológico‑metafísica del anonadamiento. Sobre ella escribe Vicente Fatone: "La más alta conquista exige una derrota definitiva; la plenitud de la vida, una oquedad de muerte; el goce, sequedad; la sapiencia, insipiencia; la palabra, silencio; la solidaridad, soledad; la acción, contemplación" (4).
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En mi estudio sobre la poesía, concibo el silencio de la oclusión como reino de la literalidad. Cerrado a la dimensión metafórica ‑escribía al referirme a la poesía‑ el hombre que habita ese silencio presume hallarse en correspondencia plena con la realidad; en comprensión de la realidad. Ello, claro está, sólo es posible si en su sensibilidad se ha congelado el movimiento, la oscilación fundamental del sentido vivo. Según ese hombre, sin embargo, él no ha hecho otra cosa que liberarse de ficticias complejidades para conquistar la dimensión concreta y sustantiva de los significados. Entre su palabra y lo que ella designa no hay ‑decreta‑ disonancias ni discontinuidades. Pero el monje bien sabe que ese hombre reposa distendido en la jactancia como si se tratara de la verdad.
Ve en él al presuntuoso promotor del "ruido, la confusión y el conflicto" (5). Al habitante aturdido y soberbio de la ciudad de nuestro tiempo. Y no, necesariamente, porque resida en ella sino porque ella reside en él.
Ese hombre cree ser su propio centro. En Dios no ve más que el burdo obstáculo alzado por el prejuicio, un recurso de impotentes, el arma de la hipocresía. Sin embargo, es ese hombre quien está al servicio de la estupidez y la arrogancia que él dice combatir y no de la libertad que supone predicar. Así, al menos, lo estima elmonje desde el momento en que recibe el llamado de su vocación. Ese llamado es una convocatoria de radical intensidad y por eso es, en primera instancia, una crisis de descentramiento. "Para llegar al punto que no conoces ‑sugerirá San Juan de la Cruz-debes tomar el camino que no conoces" (6).
¿Quién convoca al monje? ¿Qué lo llama? Al monje lo convoca el desierto, entendido ahora en su segunda acepción: como escenario del encuentro de cada cual con Dios; sitio donde ya no proliferan las abigarradas formas de la enajenación del hombre sumido en la egolatría. Desierto, entonces, no sólo porque el terreno ha quedado despejado sino porque, además, ese despeje implica que ya nada viene a interponerse entre el convocado y lo convocante. Desierto, en suma, porque las presencias subyugantes de ayer, hoy se han evaporado, disueltas en la luminosidad de la comprensión monástica. Solo de toda soledad, el monje ‑purísimo oyente‑ se entrega al silencio irreductible, manifestación de la presencia ilimitada de Dios (7).
El núcleo de esta inmersión en lo trascendente ‑enseña Thomas Merton‑ es, en lo que atañe al monje, el reconocimiento de la personal insignificancia; reconocimiento que, cuando es auténtico, se cumple con humildad y misericordia: “La experiencia sobrenatural de nuestra contingencia es la humildad que ama y valora sobre todo nuestro estado de impotencia metafisica y moral delante de Dios” (8). Con ella queda al descubierto, para el monje, el silencio en sus dos acepciones primordiales: como manifestación del hombre que arremete con su empeño posesivo sobre un mundo privado de Dios, y como manifestación de Dios que sitúa al hombre en su verdadera latitud ontológica. Silencio de Dios, en el primer caso. Silencio ante Dios, en el segundo.
Puede verse, en consecuencia, de qué índole es el silencio que el monje estima. Es aquel que, al liberarlo de la necesidad de monopolizar la palabra impuesta como sinónimo del mundo, lo arranca, sustancialmente, a la orfandad emanada del menoscabo de toda trascendencia. Resucita como oyente de Dios en la medida en que agoniza como vocero del narcisismo o, si se prefiere, del furor autorreferencial al que se halla sometido.
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La muerte, en su connotación más penosa, remite, para el monje, a la vida en un mundo ateo; en un mundo donde Dios ha sido silenciado. En cambio, la vida ganará pujanza si se cumple como instancia silenciosa. El monje está persuadido de que cuando él aprenda a callar, Dios le dirá hijo. El hombre entonces experimentará a Dios como liberación del peso aniquilador que sobre sí mismo cae al tener que concebirse como fundamento y sostén, falso progenitor del mundo, raíz hipostasiada del más íntimo sentimiento de lo real.
Si el monje calla, calla para poder llegar a reconocerse como aquel sobre cuyos hombros no descansan ya ni la responsabilidad posesiva del significado de la verdad última ni el rencoroso desencanto de no tener acceso a ella. El hermano silencioso no domina, no posee, no retiene: calla. Calla porque ‑como propuso San Benito‑ "Callar y oír convienen al discipulo" (9). Calla porque sólo así el Otro puede pronunciarse. Y ese Otro que es Dios, es decir la imponderabilidad final de lo real transparentada como vivencia amorosa en el silencio monástico, se expresa ante el monje como Padre. Padre es aquí una noción homologable al espesor de lo real en su primaria desnudez: la de lo incondicionado que, reconocido, legaliza y ordena, dejándose sentir, en el corazón del creyente, como fundamento racionalmente inalcanzable y, a la vez, sentimentalmente diáfano de su propio ser.
El silencio del monje es el éxtasis de la libertad primordial: la de no verse ya a si mismo como sujeto de la omnicomprensión ni como víctima del sinsentido. Monje es el hombre que ya no puede ser amo ni esclavo. Sin embargo, lo que él ha cedido no es el sitial del señorío ni el rincón del cautiverio para que otros sean sus ocupantes. Dios asumido no reemplaza al hombre en el ejercicio de su soberbia ni en el padecimiento de su melancolía sin consuelo: lo contiene, en cambio, mientras ese hombre despliega una íntegra conciencia de finitud personal; lo respalda en cuanto accede a una experiencia cada vez más amplia del silencio, es decir del misterio primordial y primario del ser que no es otro que el de “las profundas cavernas del sentido” según la bella metáfora de San Juan de la Cruz (10).
Lo que la vivencia de Dios ofrenda al monje no son, entonces, explicaciones que él, como hombre, sea incapaz de encontrar. Lo que le franquea, en cambio, esa vivencia superior es el íntimo acceso a ese horizonte casi siempre encubierto por la necesidad imperiosa de escapar a la angustia de la propia contingencia.
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El monje traspone el umbral del encuentro con ese horizonte inabarcable mediante la humildad, que en él es siempre asunción de una experiencia radical: la de lo impenetrable de la verdad del ser para la razón. Tal experiencia es la de la fe. “La fe ‑según Pascal‑ dice, en verdad, lo que los sentidos no dicen, pero no lo contrario. Está por encima, no en contra." (11). En el caso del monje, esta decisiva experiencia se manifiesta, por una parte, en forma de abrasadora comunión con esa verdad en tanto altísimo misterio y, por otra y complementariamente, como reclusión y servicio monástico. El suyo es, en otros términos, comunión de creyente con el enigma del fundamento de cuanto vive: no el de la causa o condición de posibilidad racional y directa de cada ente concreto sino el de la viabilidad general del ser, que sobre el monje cae y lo abate en la misma medida en que lo exalta y estimula. Es como sumisión amorosa a su insondable sentido es decir a su irreductible imponderabilidad, que el monje accede a Dios. De tal manera, entra en contacto con Él, se entrega a Él y se vuelve luego al mundo desde Él. Vale decir que acata esa inasibilidad medular como una instancia fecundante, sagrada, de su vida, a la que acepta como quien reconoce un límite y, con él, una dependencia. Límite y dependencia que siempre pueden ser negados pero jamás revertidos y que, si son impugnados, reconducen al desierto del frenesí posesivo, a la ilusión omnicomprensiva y, en última instancia, al silencio de Dios.
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¿Será indispensable reiterarlo? Estar en silencio cabal no implica haber renunciado a la palabra sino a un modo de concebirla. Calla quien ya no homologa su palabra a la del amo. Calla supremamente quien se abstiene de entenderse como creador a expensas de su condición de criatura. Calla quien renuncia al juego del desvarío generado por la acumulación de bienes concebida como realización personal. Calla quien aprende a ver, en su trayectoria temporal, un indicio de eternidad. Calla, en fin, supremamente quien se arriesga a “pensar según la fe, a fin de amar a Aquel en quien creemos” (12).
Pero, asimismo, quien oye a la eternidad se capacita para hablar en consonancia con ella. El silencio que el monje estima es voz de esa eternidad. Aludiendo a él, Pascal señala que "hay una elocuencia del silencio que penetra mucho mejor de lo que el lenguaje podría hacer" (13). La palabra que el monje anhela proferir ‑su plegaria‑ es palabra preñada de contacto con ese silencio sumo. Bañada en él. Nutrida y dictada por él. Aquí, sin embargo, se impone una salvedad. Esa voz eminente que dice híjo, a cuya luz y bajo cuyo influjo todo cobra otro valor que aquel que poseyera antes de su emisión, no se deja oír sino en quien se ha preparado para su recepción. De modo que el silencio monástico no es apenas el del acto privilegiado y culminante del encuentro con el misterio extremo. Es ante todo, el de la capacitación para su receptividad plena. Capacitarse significa, en este caso, perfeccionarse en el silencio interior; proceder a ejercitarse en el don de reubicar nuestra autopercepción de conformidad con la entrañable necesidad de recibir a Dios hondamente; en el ámbito de una interioridad hasta allí devastada por la ansiedad y el desmedido anhelo de certeza a propósito de todo. Y ello implica, a su vez, la habilidad de abandonar las propias preocupaciones y la congestión de los pensamientos habituales, para poder abrir libremente el corazón al mensaje de jesús que nos habla en el texto sagrado" (14). Son, nuevamente, propuestas de Merton y nos brindan dos ideas decisivas para la aprehensión del silencio monástico. Una se refiere a la ruptura, al distanciamiento creciente que tiene lugar con respecto al escenario del hábito y los contenidos usuales de la identidad personal. La otra remite a la Biblia. El oyente de Dios ha de ser, para el monje, lector de Jesús. Lector de corazón libre, liberado. ¿Liberado de qué? De prevención subjetiva, de suspicacia beligerante ante ese Jesús al que sólo puede haber acceso una vez que nos hemos decidido a compartir con él la condición de híjo, y no ser ya los que bregamos por adueñarnos del lugar del Padre. Lee con el corazón libre quien puede leer como hermano de aquel que se manifiesta y dirige a nosotros para hablarnos del Padrecomún.
Sí, el monje es ese hermano silencioso que ingresa, paso a paso, en la dimensión eminente de la lectura. Ese que se empeña en doblegar las fastidiosas demandas del mundo, de la carne y de la voz más oculta y siniestra de ese poder maléfico que nos hace cautivos de la codicia, la lujuria y la violencia", como también señala Merton(15).
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¿Se trata acaso de dejar de ser humanos? No. Para el monje se trata de dejar de creerse sobrehumanos. Y sobrehumanos presumimos ser cuando identificamos sin temblar la verdad de nuestro destino con el cumplimiento de esas demandas a las que Merton se refiere. Al ser cautivos de esa creencia desoírnos una voz fundamental. Dios se evidencia donde se procede, piadosa, amorosamente, a la denuncia de esa solapada presunción de sobrehumanidad. Y ello, en el caso del monje, es siempre, al comienzo, un llamado al desierto de la resurrección y al redescubrimiento de la condición filial.
Pero aludíamos a la capacitación no sólo para referirnos a la necesidad del esfuerzo disciplinado que conduce a la vivencia fructífera del silencio ante Dios. También aludíamos a la necesidad de ese esfuerzo y de esa capacitación para advertir sobre el riesgo más temido por el monje: el del falso silencio. El falso silencio no es ya el de Dios en un mundo devastado por la tiranía de la subjetividad.
No nos referimos ahora a la inconsciencia presuntuosa del hombre que se exalta a expensas de Dios, sino a cierta renuncia a ese mundo de vanidad, a ese desierto primario donde agoniza la aptitud para la trascendencia religiosa, en la que prevalecen una inmodestia y un desdén similares a los repudiados. Falso es el silenciocuando se presume que la convocatoria de Dios puede tener lugar en un corazón ganado por el desprecio y no por la misericordia. Un mundo que despierta repulsión en quien aspira a alejarse de él es, siempre, un mundo que ha vencido a quien lo impugna. Es, en suma, un mundo que mantiene encarcelado a quien se considera en condiciones de dejarlo atrás. Falso es el silencio que invita a apartarse del menoscabo de Dios mediante la siembra del menoscabo de los hombres. Y es falso porque es, aún, silencio en el que se sigue oyendo, primordialmente, la voz de la subjetividad atormentada. No ha sobrevenido todavía, en un corazón de esa índole, el anonadamiento que distingue a la humildad del auténtico convocado a la vida monástica. Dios no se manifestará jamás en un espíritu cautivado por el desdén. Ante una criatura semejante, Dios permanece replegado. Y es falso, en última instancia, el silencio así caracterizado porque si bien la hegemonía de la ciudad sin Dios ha dejado de merecer el apasionado interés del hombre, merece ahora un apasionado desinterés. Un hondo desasosiego sigue siendo el centro propulsor de la acción del hombre.
El auténtico silencio creador no extraña, pues, al hombre del mundo sino, como escribió San Benito, de la conducta del mundo (16). Y lo propio de esa conducta estéril es el endiosamiento del Uno Mismo, la idolatría del yo que malversa la interioridad del hombre y enajena su comportamiento. Nuevo ha de ser, en términos monásticos, el hombre que se aparta de tamaña idolatría sin rencor, humildemente, con sencilla resolución (17).
El silencio que proviene de Dios es ofrenda: la de su misterio irreductible enunciado como convocatoria a la vida monástica. Este llamado no se cumple bajo la forma del desafio que amedrenta sino como fascinación que se adueña del alma, que se goza y se padece en tanto se revela, diáfana al corazón e inaccesible a todo afán de captación racional. "Los secretos de la sabiduría ‑recuerda Job en su libro‑ son ambiguos para el entendimiento" (18).
Al acatar la esencial "impotencia metafisica y moral" (19), el monje dice, en ese instante ejemplar, Padre. Y no, según vemos, porque haya identificado intelectualmente el contenido de la trascendencia sino porque se reconoce emocionalmente contenido en la trascendencia. Se trata, en suma, de reconocer a Dios como Desconocido del cual logro, sin embargo, una entrañable vivencia, una vivencia parental.
El silencio que lleva a Dios es, entonces, el que implica haber superado la identificación de lo real y lo verdadero con lo doblegable y puramente inteligible. Pero es también el que ha superado el desprecio.
Cedámosle, por último y una vez más, la palabra a Thomas Merton: "La finalidad principal del silencio monástico es preservar, como estilo permanente de vida, esta atención a otro mundo, este recuerdo de Dios que es mucho más que una simple memoria. Es una conciencia total de la presencia divina que es imposible sin el silencio, el recogimiento y un cierto apartamiento dentro de un ambiente general de verdadero amor. Frente a la inmensidad de esta Presencia, el monje adoptará espontáneamente una actitud de quietud enamorada que, poco a poco, toma posesión de toda su existencia convirtiéndola en oración" (20).
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Notas:
1. Ver, al respecto, las consideraciones realizadas por Thomas Merton en su libro Pensamientos de la soledad, especialmente págs. 16,17 y 18, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1960.
2. Jorge Luis Borges, Obra poética, "El Golem", Buenos Aires, Emecé Editores, 1977, Pág. 200.
4. Vicente Fatone, El hombre y Dios, Buenos Aires, Editorial Columba, 1955, pág. 6o. No menos elocuente es, al respecto, la reflexión de Merton: "Lo que importa es no ser tenido en cuenta y no ser contado, desaparecer para dar lugar al amor de Cristo. (...) Se le exige (al monje) que corone su renunciamiento al mundo con una renuncia mucho más dificil: la de su propio yo. Esta autorrenuncia se efectúa, en primer lugar, por la vía de los votos monásticos, especialmente por la obediencia; pero el sacrificio del yo se consuma sobre todo en el secreto fuego de la tribulación interior". (Ver Vida contemplativa en la Trapa, Buenos Aires, Edición de las Comunidades Trapenses, 1977, Págs. 5 y 10).
5. S. Thomas Merton, ob. Cit., Pág. 3.
7. "Ahora bien ‑escribe Plotino‑, cuando algo es apetecible, sin que tenga o se pueda tomar en él forma concreta o figura determinada, será lo superlativamente deseable, lo superlativamente amable; y el amor hacia él no conocerá límites. En este caso el amor no tiene límites, porque no los tiene lo amado; el amor hacia tal amado crecerá al infinito." (Ver Plotino, Presencia y experiencia de Dios, México, Editorial Séneca, 1942, pág. 26.)
8. Thomas Merton, Pensamientos de la soledad, Pág. 31. En la meditación monástica la humildad ha sido, desde siempre, meta de una conquista tan imprescindible como laboriosa.
Benito de Aniano, reformador de la disciplina monástica, que vivió entre los años 750 y 821, postula doce grados sucesivos y complementarios de humildad a través de cuya comprensión y acatamiento el monje asciende hacia el amor de Dios que "siendo perfecto expulsa el temor por lo cual todo lo que antes observaba, no sin miedo, empezará a cumplirlo sin ningún trabajo, como naturalmente, por fuerza de las costumbres, no ya por temor del infierno sino por el amor de Cristo". (Ver Regla de San Benito, Buenos Aires, Ediciones de la Abadía de San Benito, 1978, págs. 20 a 23.)
9. San Benito, ob. cit., pág. 19.
10. San Juan de la Cruz, ob. cit., pág. 828. Fatone, por su parte, lo dice en estos términos: "Aunque antes no hayamos sido, y aunque luego habremos de dejar de ser, somos; y, por eso sólo, el misterio del ser es nuestro propio misterio. (...) Nuestro episodio humano ha agregado eso al ser: la conciencia de su misterio". (Ob. cit., pág. 58.)
11. Blaise Pascal, Pensamientos, Buenos Aires, Editorial Hys pamérica, 1984, IV, Pág. 33.
12. Guillaume de Saint‑Thierry, Espejo y enigma de la fe, Buenos Aires, coedición del Monasterio Trapense de Nuestra Señora de los Ángeles y Editorial Claretiana, vol. 8, 1981, pág. 114.
13. Blaise Pascal, ídem, pág. 293.
14. Thomas Merton, Vida contemplativa en la Trapa, Pág. 49.
15. Thomas Merton, Pensamientos de la soledad, pág. 102.
17. Escribe Vicente Fatone (ob. Cit., Pág. 25): "Quien no necesite rehuir la multitud para sentirse solo, ni necesite rehuir la soledad para sentirse acompañado, es el que más próximo se halla a lo divino".
18. Sagrada Biblia, Job 11‑6, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1967, pág. 661. "El misterio del ser es el misterio, también, de nuestra relación con él, ya que en él vivimos, y nos movemos, y somos, según las palabras que los filósofos griegos oyeron repetir a Pablo de Tarso en el Aerópago." (Vicente Fatone, ob. cit., pág. 59.)
19. Thomas Merton, Pensamientos de la soledad, Pág. 31. Allí se lee: "La experiencia sobrenatural de nuestra con tingencia es la humildad que ama y valora sobre todo nuestro estado de impotencia metarisica y moral delante de Dios".
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Texto extraído de “El silencio primordial”, Santiago Kovadloff, págs. 117-129, editorial Emecé, Buenos Aires, Argentina, 1992.
Selección y destacados: S.R.
Con-versiones febrero 2011
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Santiago Kovadloff (n. Buenos Aires; 14 de diciembre de 1942) es un ensayista, poeta, traductor, antólogo de literatura de lengua portuguesa y autor de relatos para niños argentino. Se graduó en Filosofía en la Universidad de Buenos Aires con una tesis sobre el pensamiento de Martín Buber titulada El oyente de Dios. Algunas de sus obras fueron traducidas al hebreo, portugués, alemán, italiano y francés y otras se han difundido por España.
Es profesor honorario de la Universidad Autónoma de Madrid, Doctor Honoris Causa por la Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales (UCES) y miembro del Comité Académico y Científico de la Universidad Ben-Gurion del Neguev, de Israel. Participó como profesor invitado en la Cátedra Latinoamericana “Julio Cortázar” de la Ciudad de Guadalajara, México, en el año 2013.
Desde 1992 es miembro correspondiente de la Real Academia Española. Desde 1998 es miembro de número de la Academia Argentina de Letras. Desde 2013 es vicepresidente de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas. Integró el Tribunal de Ética de la Comunidad Judía de la República Argentina hasta su disolución. Es miembro de número de la Academia Nacional de Periodismo.
Se desempeña profesionalmente como profesor de filosofía y conferencista. Es colaborador permanente del diario La Nación. Además integra un trío de música y poesía con Marcelo Moguilevsky y César Lerner.
Índice
1 Traducciones
2 Distinciones
3 Publicaciones
3.1 Ensayos
3.2 Cuentos para niños
3.3 Poesía
4 Enlaces externos
Traducciones[editar]
Es suya la primera versión completa al castellano del Libro del desasosiego (2000), de Fernando Pessoa. Asimismo, es autor de la traducción de Ficciones del Interludio (2004), del citado autor. También tradujo, del idioma portugués al español, textos de los poetas Carlos Drummond de Andrade, Manuel Bandeira, Ferreira Gullar, João Cabral de Melo Neto, Murilo Mendes, Vinicius de Moraes, Mário de Andrade, Machado de Assis, João Guimarães Rosa, Noemia de Souza y Mário de Sá-Carneiro.
En los años ochenta tradujo al portugués a numerosos poetas argentinos y muchas de las composiciones de Joan Manuel Serrat, así como, una década antes, uno de los espectáculos del conjunto humorístico musical argentino Les Luthiers, presentado en San Pablo, Brasil, en 1975.
Distinciones[editar]
Faja de Honor en Poesía y Ensayo por la Sociedad Argentina de Escritores (1986 y 1987).
Primer Premio Nacional de Literatura de Ensayo "Común Presencia" de Bogotá. (1991).
Primer Premio Nacional de Literatura de la República Argentina, como ensayista (1992).
Premio Konex de Platino, categoría Ensayo literario. (1994).
Lector Emérito de la Biblioteca Nacional de la República Argentina (1995).
Premio Esteban Echeverría otorgado por la agrupación Gente de Letras por su labor como ensayista. (1997).
Primer Premio de Poesía de la Ciudad de Buenos Aires (2000).
Premio Konex de Platino, categoría Ensayo filosófico. (2004).
Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires (2009)
Premio Pluma de Honor otorgado por la Academia Nacional de Periodismo, por la tarea que desarrolla en la prensa escrita. (2010).es.wikipedia.org