DONDE HABITA EL OLVIDO POR FEDERICO KUKSO
Donde habita el olvido
Federico Kukso
INVESTIGACIONES: COMO PROUST Y EL ARTE DE PRINCIPIOS DE SIGLO XX SE ADELANTARON A LAS NEUROCIENCIAS
Jonah Lehrer es editor y periodista de las mejores revistas de divulgación científica del mundo. Visitando el laboratorio de Eric Kandel, quizás el neurocientífico más importante vivo, tuvo la revelación del libro que debía escribir. Ahora, “Proust y la neurociencia” (Paidós) acaba de salir y hace justicia poniendo la lupa sobre lo que los papers científicos vienen insinuando hace tiempo: la teoría de la memoria sobre la que Marcel Proust construyó En busca del tiempo perdido parece completa y científicamente cierta. Y no sólo él, sino otros artistas de fines del XIX y comienzos del XX, como Paul Cézanne, Virginia Woolf y Gertrude Stein, desarrollaron ideas y teorías que recién ahora la ciencia comienza a corroborar.
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Aunque los más eximios reposteros lo nieguen (o lo desconozcan), el éxito de las madalenas –aquellas bombas de harina, azúcar y manteca con silueta marina destinadas a ser sumergidas en el té– tiene un responsable, un impulsor que las vendió como nadie lo había hecho antes: aquel malabarista de la cadencia llamado Marcel Proust.
Fue él, el escritor enclenque, asmático y que se pasaba los días atornillado a la cama rumiando el pasado, el forjador de un estilo inimitable (la escritura como un torrente), el arquitecto de la obra más ambiciosa y monumental de la historia de la literatura, fue él quien arrinconó a las madalenas hasta la misma categoría en la que caen de las epifanías y los momentos Eureka.
Y sólo le bastó disecar su memoria y trasladar al papel las intimidades de una rutina vespertina:
Y sólo le bastó disecar su memoria y trasladar al papel las intimidades de una rutina vespertina:
“Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro triste día tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en la que había echado un trozo de madalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal”, escribió el novelista en Por el camino de Swann (1913), primer volumen de En busca del tiempo perdido.
“¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? ¿Qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí.”
En este pasaje al parecer intrascendente en el que el narrador es transportado a su infancia, afloran trazos del manifiesto proustiano –el acento en la autoexploración, su teoría subjetiva de la memoria, el recuerdo como engaño– y también se esconde una sorpresa: los primeros pasos de las neurociencias.
El olor de los recuerdos
Es cierto: es difícil imaginar a Marcel Proust haciendo honor al estereotipo y al look científico. Un Proust luciendo aquella bata blanca disecada en todas sus dimensiones simbólicas por Lacan 30 años después. Salvo que se hayan perdido, no hay foto que atestigüe que a este hombre, hijo de un epidemiólogo, además de escribir furiosamente hasta las 7 de la mañana, le quedaba algo de tiempo para disecar cerebros, rebanarlos como fetas de jamón y arrojarlos bajo las lentes de los microscopios para fundar las bases de una ciencia que tuvo su década de fuego en los ‘90 y un avance en estampida en lo que va del siglo XXI.
Los neurocientíficos actuales (neurobiólogos, neurofisiólogos, neuropsicólogos y demás subdivisiones de la gran y cerebral familia de los “neuros”), en verdad, no precisan de esa postal de laboratorio para confirmar lo que ahora intuyen, lo que los últimos experimentos les confirman, lo que la relectura de uno de los gigantes de la literatura exhibe en bandeja de plata: que Proust, a su manera (valga decir, a la manera de los artistas), era un neurocientífico. Tal vez uno informal que al mandato metodológico de la observación-medición-contrastación le antepuso la intuición y otras herramientas introspectivas que aprendió de su gran maestro Henri Bergson.
Cuando los científicos diseccionan recuerdos, convirtiéndolos en una relación de moléculas y de regiones cerebrales, están evocando –directa o indirectamente– al novelista francés que retrató la sociedad parisina de la Belle Epoque.
Quien lo recuerda y revela ahora en un libro magnífico por donde se lo mire –“el” libro de divulgación científica del año, sin duda– es el estadounidense Jonah Lehrer, editor y colaborador de revistas como Wired, Seed y Nature. “Proust intuyó muchas cosas acerca de la estructura de nuestro cerebro. En 1911, los fisiólogos no tenían la menor idea de cómo se conectaban los sentidos en el interior del cráneo. Una de las grandes ideas clarividentes de Proust fue que nuestros sentidos del olfato y el gusto tenían una única carga de memoria –señala Lehrer en Proust y la neurociencia (Paidós)–. Las ciencias reconocen ahora que tenía toda la razón.
Quien lo recuerda y revela ahora en un libro magnífico por donde se lo mire –“el” libro de divulgación científica del año, sin duda– es el estadounidense Jonah Lehrer, editor y colaborador de revistas como Wired, Seed y Nature. “Proust intuyó muchas cosas acerca de la estructura de nuestro cerebro. En 1911, los fisiólogos no tenían la menor idea de cómo se conectaban los sentidos en el interior del cráneo. Una de las grandes ideas clarividentes de Proust fue que nuestros sentidos del olfato y el gusto tenían una única carga de memoria –señala Lehrer en Proust y la neurociencia (Paidós)–. Las ciencias reconocen ahora que tenía toda la razón.
Nuestros sentidos del olfato y el gusto son extraordinariamente sentimentales porque son los únicos sentidos que enlazan directamente con el hipocampo, el centro de la memoria a largo plazo del cerebro, antes de ser procesados por el tálamo, la fuente del lenguaje y la puerta de entrada a la conciencia, como ocurre con la vista, el tacto y el oído. El olfato y el gusto son mucho más eficaces a la hora de concitar nuestro pasado.”
¿Qué pasó anoche?
Si bien las “hipótesis proustianas” ya estaban ahí hacía años, a la vista en papers y manuales de neurobiología, fue Lehrer quien posó una lupa sobre ellas y las magnificó para que todos –científicos fundamentalistas y artistas posmodernos– vieran que hay muchas maneras distintas de describir la realidad y que todas ellas son susceptibles de generar verdad (“la física es útil para describir los quarks y las galaxias, la neurociencia para describir el cerebro y el arte para describir nuestra experiencia real”).
Como una revelación, a Jonah Lehrer le cayó la ficha. Hacía una semana, cuenta, había comenzado a leer Por el camino de Swann para mitigar las largas horas de espera entre experimento y experimento que desarrollaba en el laboratorio de Eric Kandel, quizás el neurocientífico más importante vivo. Y entonces lo vio. Muy a pesar de las diferencias estilísticas (por un lado la prosa proustiana y por el otro, la frialdad del dato científico), Proust y los neurocientíficos rodeaban y buscaban una respuesta al mismo problema: cómo hace la mente para recordar, o sea, cómo una colección de células consigue guardar lo más relevante de nuestro pasado.
“Formulado en pocas palabras –sintetiza Lehrer–, Proust creía que nuestros recuerdos eran engañosos. Aunque parecían reales, en realidad, eran unos amaños elaborados. Proust era consciente de que en el momento mismo en que terminamos de comer la madalena, empezamos a deformar su recuerdo para que se adecue a nuestra narrativa personal. Forzamos los hechos en favor de nuestro relato, pues nuestra inteligencia reelabora la experiencia. Proust nos aconseja tratar la realidad de nuestros recuerdos con sumo cuidado y con una buena dosis de escepticismo.”
Casi 90 años después de la muerte de Proust, las ciencias le dan la razón: el hombre que encapsuló en una obra voluminosa el dolor, el amor, la ansiedad y el hastío ocioso tenía razón, la memoria es falible, el acto de recordar modifica un recuerdo. O como lo describe Lehrer, “los recuerdos no representan directamente la realidad; antes bien, son copias imperfectas de lo que sucedió realmente, una fotocopia de una fotocopia de un mimeógrafo de la foto original”.
Asesinato en la biblioteca de la memoria
Para llegar a esa conclusión, los exploradores de la mente tuvieron que demoler todo un edificio metafórico que se había construido durante cientos de años. A lo largo del siglo XX, poco a poco, la imagen del cerebro como una biblioteca, con estanterías repletas de libros-recuerdos inmutables (o “recuerdos foto”) dispuestos a retirar y leer a cualquier hora, terminó por agotarse ante la evidencia, la constatación de que las células del cerebro, al igual que todas las demás células del cuerpo, se encuentran en un flujo constante (una proteína cerebral vive sólo catorce días).
Así, ya no se concibe a la memoria como un depósito de información inerte sino como un proceso incesante: cada vez que recordamos algo, la estructura neuronal sufre una pequeña transformación, un proceso llamado reconsolidación y que Freud conocía como Nachträglichkeit o retroactividad. “El momento en el que recordamos el sabor de la madalena es el momento en que nos olvidamos de cómo ésta sabe realmente –sentencia Lehrer–. Proust se adelantó a estos descubrimientos. Para él, los recuerdos eran como frases, es decir, cosas que nunca dejamos de cambiar”.
De esa manera, por ejemplo, se explican ciertas aristas del sentido común como las recurrentes frases vacías del tipo “el pasado fue siempre mejor”. Si leyeran más a Proust, los defensores de los tiempos que fueron y ahora no son lo sabrían: el pasado evocado está cargado de intenciones del presente. El recuerdo de las cosas pasadas no es necesariamente el recuerdo de las cosas tal y como fueron.
El pasado –volátil y efímero– no pasa nunca.
El pasado –volátil y efímero– no pasa nunca.
Marcel Proust
Marcel Proust no fue el único adelantado encargado de demostrar que la ciencia no es el único camino hacia el conocimiento. Como recuerda Lehrer, otros grandes escritores, pintores, fotógrafos, chefs, en fin, artistas, se anticiparon y exploraron a su manera los misterios de la realidad, muchos de ellos influidos por el clima científico de su época. Y sugirieron de paso, muy a pesar de los reduccionistas, que la vida no es únicamente química y que el universo es mucho más que moléculas en movimiento.
La novelista inglesa George Eliot (1819-1880), por ejemplo, deslizó en su obra Middlemarch las ideas de neurogénesis y de la maleabilidad del cerebro. “La mente es tan activa como un fósforo”, escribió.
Paul Cézanne, por su parte, fue preciso en su descripción del proceso de la visión. Sus abstracciones revelan la anatomía cerebral humana: que la mente no es una cámara, que ver es imaginar, que la experiencia visual trasciende los píxeles de la retina.
La escritora estadounidense Gertrude Stein expuso la estructura profunda del lenguaje medio siglo antes que Noam Chomsky expusiera que el ser humano viene al mundo con una dotación genética –una gramática universal– para desarrollar el habla y la escritura. El chef Auguste Escoffierexaminó la esencia del gusto y encontró el umami (el quinto sabor). Y Virginia Woolf sondeó el misterio de la conciencia, cómo surge el yo, aquel que emerge de nuestras fugaces interpretaciones del mundo. Lehrer lo aclara: “El yo es simplemente ese sujeto; ese relato que nos contamos a nosotros mismos sobre nuestras experiencias”. Como escribió Woolf en su memoria inacabada: “Somos las palabras mismas; somos la música; somos la cosa misma”.
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Nota Sergio Rocchietti :
No creo que lo importante sea destacar las anticipaciones, sean proustianas o de otros autores. Si nos atenemos al dispositivo de las enunciaciones veremos que es desde el discurso de la ciencia que se ejerce ese modo de instalar “Ah! Ahora sí que queda validado”. “Ellos lo dijeron, nosotros lo confirmamos”. Los mecanismos sutiles de poder insertan su más aguda participación sin que nosotros lleguemos a sentir siquiera como lo hacen y que lo hacen. A ésto llamaba Foucault: biopolítica. Nuestros modos sean conceptuales o del habla cotidiana están impregnados, intervenidos, intoxicados por estas matrices de pensamiento, percepción y afección (Deleuze) que se pegan a nuestra piel. Y digo piel, porque se sienten. Los sentimos y creemos desde ese sentir que es así. Que eficientemente es así como funcionan las cosas. Podría ser de otra manera pero no, es de ésta. Y si nos deslizamos hacia el afuera nos sentiremos mal. Esa es la terrible eficacia del discurso de la ciencia. Obvio que no es de nadie y que es de todos. De todos los que estamos incluidos en ese territorio de propagaciones de mensajes, de mensajeros y de “targets” (blancos alcanzados).
Los humanos nos distinguimos por varias cosas pero una de ellas y esa sí es la que me parece importante, es que debemos “olvidar” continuamente aquello que hemos aprendido, que hemos descubierto, que hemos conseguido. Incluso debemos olvidar lo que hemos vivido, simplemente para dar lugar. Para dar lugar a que otras cosas aparezcan. Si nos detenemos aquí sólo diremos que estamos sometidos a la erosión y al olvido, cosa que es cierta, pero podemos –si queremos- dar otro paso más; cuando no podamos será necesario detenernos para descansar, no sabemos cuanto, para poder llegar a darlo o no darlo nunca (el paso, digo). Demos el paso: nuestros recuerdos y nuestros olvidos están sometidos a la vida emocional de los portadores de recuerdos. La vida emocional está sometida a exterioridades complejas e interioridades que lo son más aún. Según como conceptualicemos eso, allí residirán nuestras posibilidades de comprensión y alcance. El alcance de nuestros pasos conceptuales. Nunca es simple, nunca es sencillo, hasta que alcancemos la extrema simpleza del concepto, del concepto-cuchillo diría Ockam, en la versión que proponemos de él; la extrema simpleza del filo conceptual para separar la caótica diversidad de lo que se presenta como fenómeno (en primera instancia; verbo griego phaino, aparecer). Ya alcanzamos la teoría o ella ya ha tropezado con nosotros. Es indistinto. Es un encuentro. Puede ser bueno o puede ser malo.
No queremos hacer con esta nota más que una advertencia para que no caigamos tan fácilmente, como lo hacemos, en las trampas que ni siquiera son tales, de lo usual, lo que se transmite bajo los nombres de ‘la ciencia’, porque tampoco eso existe. Un nombre que agrupe una intención. No es así. Eso funciona sólo. Utilizando como soporte a los humanos que se con-forman con ella (y ni que decir: en ella).
Ya fue formulada la advertencia. Igualmente hay mucho más para continuar, no es un trabajo que termine. Si ahora se trata del discurso de la ciencia, por ejemplo, antes podría haber sido el discurso de la religión y más adelante será el ‘discurso x’ del cual deberemos precavernos. Es así, las pretenciones hegemónicas no cesarán porque se fundan en algo muy presente en los humanos, Nietzsche lo llamó: “voluntad de poder”, igualmente no es más, a lo que aludimos, que una distorsión de aquello que él llamaba así. Brevemente, la voluntad de poder es afirmación de sí y no sobre los otros. Igualmente si la afirmación de sí trae un influir sobre los otros esto es otra cuestión. Dejémos eso aquí y pasemos a la escena de Proust y la madalena. Dice Proust:
“Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro triste día tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en la que había echado un trozo de madalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal”, escribió el novelista en Por el camino de Swann (1913), primer volumen de En busca del tiempo perdido.
“¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? ¿Qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí.”
La escena relatada podemos llamarla: Entre dos tristezas encontré la madalena. He aquí la cuestión, la del encuentro. Un encuentro inesperado, sorpresivo y digamoslo de una buena vez: absoluto. ¿Con qué? Con una inifinitización. Con una prolongación incesante de elementos placenteros, estímulos y entrecruzamientos que me permiten salir de mi … –agreguemos aquí lo que se quiera- de mi sobredeterminada razón que me regulariza en días y días entre tristeza y melancolía,que me permiten salir de ‘lo ya conocido’, o lo que fuere. Salir de mí. Aquí está la otra clave. Clave musical. Clave musical que hace que los elementos que continúan suenen de modo distinto al que sonaban en la clave anterior. E inmediatamente después o inmediantamente durante busco –el título es ‘en busca ...- ¿qué busco? ¿Busco el tiempo perdido o busco saber dónde está para ir a recobrarlo?
En esta escena vivida, sentida, y relatada está la clave del sujeto Proust. Si vivo y olvido ya está resuelta la cuestión. No recuerdo y como no recuerdo no sé adónde debo volver. Proust vive y al alterarse sus tristezas continuas no puede hacer más que interrogarse y es así como lo que busca con cada bocado nuevo, se escapa un poco más.
Decir “está la clave del sujeto Proust” no es totalizar sino fragmentar. Es disponer una orientación fulgurante en ese o para ese momento que no es una constante de identidad, sino que lo que adviene con la madalena hace que algo se detenga y algo aparezca. Algo nuevo aparezca. Algo que no estaba contemplado en su pensamiento (razón usual) en él. Digámoslo así: el que él mismo esperaba deja de ser para aparecer bajo una forma nueva. En la forma de la madalena que lo arroja a esos caminos infinitos de lo que puede ser cuando uno deja de ser quien cree que es y está habituado a ser. La madalena es mucho más que una forma de la repostería de la época para pasar a ser aquello que le permite dejar de “sentirme mediocre, contingente y mortal”.
El sujeto Proust no es una identidad. Es un devenir. El sujeto Proust cree que es una identidad, vive como una identidad, cree en su identidad pero una simple madalena puede cambiar todo eso en un instante por siempre efímero.
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Fuente: Diario Página 12, Suplemento Radar Libros, 4-VII-2010, Buenos Aires, Argentina.
Selección, nota final y destacados: S.R.
Relacionar con: “Tenemos un cerebro del paleolítico” - Roberto Rosler >>>
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Con-versiones agosto 2010
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Freud realizó su autoanálisis en el verano de 1897,"Los problemas concernientes al funcionamiento de la memoria y de sus distorsiones,la importancia de las fantasías,la amnesia que recubre los primeros años de vida,y,por detrás de todo ello,la sexualidad infantil.El tipo de recuerdo que le interesa y estudia a lo largo de toda su obra es el "recuerdo encubridor"y,lo explica más o menos así:un recuerdo temprano es utilizado como pantalla para ocultar un suceso posterior,o,por el contrario aquel en que un recuerdo posterior sirve como pantalla ocultadora de un suceso temprano-aunque fue de él que se ocupó Freud en Psicopatología de la vida cotidiana-cap.IV en tomo VI,de amorrortu ediciones.La importancia del recuerdo encubridor es su vinculación con otro recuerdo sofocado,porque traería malestar.Por ello Freud desarrolla en Recuerdo,Repetición y Elaboración"mucho de lo que el Psicoanálisis tiene para decirnos acerca del abismo existente entre los recuerdos encubridores y los restantes recuerdos.Resulta tan costoso recordar que se "repite para no recordar""Sobre los recuerdos encubridores"
ResponderEliminar(1899)Tomo III,Amorrortu.
México, D.F..- Considerada una figura clave del ambiente artístico y literario de la década de los 80, la escritora estadounidense Gertrude Stein, a quien se recuerda mañana en su 67 aniversario luctuoso, realizó experimentos lingüísticos, desarticulando las palabras de sus asociaciones comunes, a fin de restablecer su fuerza y sus significados.
ResponderEliminarDe origen judío, Gertrude Stein nació el 3 de febrero de 1874 en Allegheny, Pennsylvania, en el núcleo de una familia burguesa. Estudió psicología con William James en Harvard y medicina en la Universidad de Johns Hopkins en Baltimore.
Tras concluir sus estudios viajó junto con su hermano mayor, Leo, a Londres y después a París. Ambos se convirtieron en coleccionistas de obras de cubistas y otros pintores experimentales de la época, como Pablo Picasso (1881-1973), quien pintó su retrato.
Además, trabaron amistad con los pintores Henri Matisse (1869-1954) y Georges Braque (1882-1963), así como con los escritores Guillaume Apollinaire (1880-1918) y Jean Cocteau (1889-1963), reseña el portal de Internet de la Enciclopedia Británica.
Por ese entonces, Gertrude Stein ejerció gran influencia sobre los escritores estadounidenses de paso por Europa: Walter Scott (1771-1832), F. Scott Fitzgerald (1896-1940) y Ernest Hemingway (1899-1961), cita el portal "biografiasyvidas.com".
Luego de una ruptura con su hermano, por diferencias artísticas, viajó a Florencia, donde publicó su primer libro "Tres Vidas", de acuerdo con el portal electrónico "poets.org".
En 1914 dio a conocer su obra "Tender Buttons", en la que plasmó el profundo efecto que la pintura moderna tuvo en su escritura.
Su prosa, asegura la crítica especializada, aborda temas relacionados con la pintura cubista, a través de asociaciones ideológicas y sonidos que maneja, que de alguna manera sustituyen al significado.
Entre sus obras más destacadas, se encuentran: "Tres vidas" (1909), "La hechura de los americanos" (1925), "Autobiografía de Alice B. Toklas" (1933), "París, Francia" (1940), "Las guerras que he visto" (1945) y "Las cosas como son" (1950).
Además de "The Making of Americans" (1925), una novela que traza el desarrollo psicológico de los miembros de una familia.
A través de su pluma, la autora reflexiona sobre el proceso de escribir el texto, superando la narración principal. Otra obra sobresaliente es "Guerras que he visto" (1945), en la que aborda la invasión nazi a territorios franceses.
Entrelaza el hecho con los recuerdos de otros conflictos bélicos conocidos, enmarcando la idea de la evolución de la historia con la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).
Tras su muerte, registrada el 27 de julio de 1946, sus archivos y documentos fueron legados a la Universidad de Yale, mientras que su colección de arte se dispersó entre diversas colecciones estadounidenses. www.vanguardia.com.mx 2013
La casa encantada
ResponderEliminarVirginia Woolf
A cualquier hora que una se despertara, una puerta se estaba cerrando. De cuarto en cuarto iba, cogida de la mano, levantando aquí, abriendo allá, cerciorándose, una pareja de duendes.
«Lo dejamos aquí», decía ella. Y él añadía: «¡Sí, pero también aquí!» «Está arriba», murmuraba ella. «Y también en el jardín», musitaba él. «No hagamos ruido», decían, «o les despertaremos.»
Pero no era esto lo que nos despertaba. Oh, no. «Lo están buscando; están corriendo la cortina», podía decir una, para seguir leyendo una o dos páginas más. «Ahora lo han encontrado», sabía una de cierto, quedando con el lápiz quieto en el margen. Y, luego, cansada de leer, quizás una se levantara, y fuera a ver por sí misma, la casa toda ella vacía, las puertas quietas y abiertas, y sólo las palomas torcaces expresando con sonidos de burbuja su contentamiento, y el zumbido de la trilladora sonando allá, en la granja. «¿Por qué he venido aquí? ¿Qué quería encontrar?» Tenía las manos vacías. «¿Se encontrará acaso arriba?» Las manzanas se hallaban en la buhardilla. Y, en consecuencia, volvía a bajar, el jardín estaba quieto y en silencio como siempre, pero el libro se había caído al césped.
Pero lo habían encontrado en la sala de estar. Aun cuando no se les podía ver. Los vidrios de la ventana reflejaban manzanas, reflejaban rosas; todas las hojas eran verdes en el vidrio. Si ellos se movían en la sala de estar, las manzanas se limitaban a mostrar su cara amarilla. Sin embargo, en el instante siguiente, cuando la puerta se abría, esparcido en el suelo, colgando de las paredes, pendiente del techo... ¿qué? Yo tenía las manos vacías. La sombra de un tordo cruzó la alfombra; de los más profundos pozos de silencio la paloma torcaz extrajo su burbuja de sonido. «A salvo, a salvo, a salvo...», latía suavemente el pulso de la casa. «El tesoro está enterrado; el cuarto...», el pulso se detuvo bruscamente. Bueno, ¿era esto el tesoro enterrado?
Un momento después, la luz se había debilitado. ¿Afuera, en el jardín quizá? Pero los árboles tejían penumbras para un vagabundo rayo de sol. Tan hermoso, tan raro, frescamente hundido bajo la superficie el rayo que yo buscaba siempre ardía detrás del vidrio. Muerte era el vidrio; muerte mediaba entre nosotros; acercándose primero a la mujer, cientos de años atrás, abandonando la casa, sellando todas las ventanas; las estancias quedaron oscurecidas. Él lo dejó allí, él la dejó a ella, fue al norte, fue al este, vio las estrellas aparecer en el cielo del sur; buscó la casa, la encontró hundida bajo la loma. «A salvo, a salvo, a salvo», latía alegremente el pulso de la casa. «El tesoro es tuyo.»
El viento sube rugiendo por la avenida. Los árboles se inclinan y vencen hacia aquí y hacia allá. Rayos de luna chapotean y se derraman sin tasa en la lluvia. Rígida y quieta arde la vela. Vagando por la casa, abriendo ventanas, musitando para no despertarnos, la pareja de duendes busca su alegría.
«Aquí dormimos», dice ella. Y él añade: «Besos sin número.» «El despertar por la mañana...» «Plata entre los árboles...» «Arriba...» «En el jardín...» «Cuando llegó el verano...» «En la nieve invernal...» Las puertas siguen cerrándose a lo lejos, distantes, con suave sonido como el latido de un corazón.
Se acercan más; cesan en el pasillo. Cae el viento, resbala plateada la lluvia en el vidrio. Nuestros ojos se oscurecen; no oímos pasos a nuestro lado; no vemos a señora alguna extendiendo su manto fantasmal. Las manos del caballero forman pantalla ante la linterna. Con un suspiro, él dice: «Míralos, profundamente dormidos, con el amor en los labios.»
Inclinados, sosteniendo la linterna de plata sobre nosotros, nos miran larga y profundamente. Larga es su espera. Entra directo el viento; la llama se vence levemente. Locos rayos de luna cruzan suelo y muro, y, al encontrarse, manchan los rostros inclinados; los rostros que consideran; los rostros que examinan a los durmientes y buscan su dicha oculta.
FIN ciudadseva.com