viernes, 4 de noviembre de 2011

EL MUNDO Y EL PANTALÓN-SAMUEL BECKETT

El mundo y el pantalón
Samuel Beckett

Cuando leemos lo que escribió Beckett acerca de la pintura y en especial de los hermanos Van Velde no podemos menos que asombrarnos. Gratamente asombrarnos. Es una tersa sensación que nos recorre el cuerpo bajo las formas sutiles de esa "extraña energía que es la palabra" la que nos convoca al cuerpo y al color, a la forma y a la sensación. La pintura como lo dado a ver, si es visto, será mucho más que algo que se ve, será... que cada uno mantenga sus extrañas relaciones con esa otra palabra que resume tantas cosas: el arte, o con esa emoción ¿estética?. Nuestra interrogación cuenta de nuestro desacuerdo con cualquier estética que intente limitar el concepto de "lo bello" a... lo bello. Y recordamos a Nietzsche cuando nos trae el estilete de la siguiente frase: "Tenemos el arte para que la verdad no nos mate". Dos precisiones, una, verdad y arte no se oponen, dos, ¿podremos alguna vez vivir verdades artísticas? Decimos nosotros que hubiera dicho Nietzsche: "Quizás..." (poner tono meditativo). ¿Podremos alguna vez asistir al arte en la vida, ejerciéndose allí donde es tan necesario?. Para que ello ocurra se hace necesario que dejemos de esperar que "el arte" sea cosa de "artistas" y "museos", de "galerías" y caballetes" de "expertos" o de "entendidos" o, vayamos hacia ese otro extremo, también que el arte no sea la mera sensación de un gusto o de un disgusto. El arte en la vida hará de cada quien el artista de sus propios actos. Un acto de artista será el entrelazado de vida acción y emoción con la filigrana plateada de la sublimación. En definitiva, serán indistinguibles los humanos y los artistas."El mundo y el pantalón" fue escrito en los primeros meses de 1945. Primera edición como «La peinture des van Veide ou le monde et le pantalon», Cahiers d'Art, 20-21, 1945-46. Primera edición en libro. París: Les Editions de Minuit. 1989.
Sergio Rocchietti

EL CLIENTE: Dios hizo el mundo en seis días, y usted no es capaz de hacerme un pantalón en seis meses.
EL SASTRE: Pero señor, mire el mundo y mire su pantalón
Para empezar, hablemos de otra cosa, hablemos de dudas antiguas, caídas en el olvido, o reabsorbidas por elecciones que no se ocupan de ellas, por lo que se ha convenido en llamar obras maestras, malas esculturas y obras de mérito.
Dudas de aficionado, claro está, de aficionado muy sabio, tal y como lo sueñan los pintores, que llega agitando los brazos y se marcha agitando los brazos, con la cabeza aturdida por lo que ha creído entrever. Qué tontería las preocupaciones del ejecutante, al lado de las angustias del aficionado, que nuestra iconografía de tres al cuarto ha cebado de fechas, de períodos, de escuelas, de influencias, y que sabe distinguir, hasta tal punto es sabio, entre un gouache y una acuarela, y que de vez en cuando cree adivinar lo que ama, manteniendo el espíritu abierto. Pues el pobre se imagina que nada de lo que es pintura debe serle extraño.
No hablemos de la crítica propiamente dicha. La mejor, la de un Fromentin. un Grohmann, un McGreevy, un Sauerlandt, es Amiel. Histeroctomías hechas con palustre. ¿Cómo podría ser de otro modo? ¿Pueden solamente citar? Cuando Grohmann demuestra en Kandinsky reminiscencias del grafismo mongol, cuando McGreevy pone en estrecha relación a Yeats y Watteau, ¿adónde van los rayos? Cuando Sauerlandt se pronuncia, con finura y seamos justos- parsimonia, sobre el caso del gran pintor desconocido que es Ballmer, ¿dónde cae todo eso? Das geht mich nicht an, decía Ballmer, al que los escritos de Herr Heidegger hacían sufrir cruelmente. Y lo decía con mucha modestia.
0, entonces, se hace estética general, como Lessing. Es un juego encantador.
0, entonces, se hace anécdota, como Vasari o Harper's Magazine.
0, entonces, se hacen catálogos razonados, como Smith.
0, entonces, uno se entrega con toda franqueza a un parloteo desagradable y confuso. Este es aquí el caso.
Con las palabras no se hace otra cosa que contarse. Los mismos lexicógrafos se manifiestan abiertamente. Y hasta en lo confesional uno se traiciona.
¿No se podría atentar contra el pudor en otra parte más que en las superficies pintadas casi siempre con amor y a menudo con cuidado, y que son, también ellas, confesiones? Parece que no. Las copulaciones contra natura son muy cotizadas entre los aficionados a lo bello y lo raro. No hay más que inclinarse ante el saber vivir.
Acabado, completamente nuevo, el cuadro está ahí, un sinsentido. Pues aún no es más que un cuadro, no vive aún más que de la vida de las líneas y los colores, no se ha ofrecido más que a su autor. Dense cuenta de la situación. Espera que le saquen de ahí. Espera los ojos, los ojos que durante siglos, pues es un cuadro con porvenir, van a cargarlo, alimentarlo de la única vida que cuenta, la de los bípedos sin plumas. Acabará por reventar. Importa poco. Lo recompondrán. Lo remendarán. Le ocultarán el sexo y le sostendrán la garganta. Le pondrán un jamón en el sitio del muslo, como se hizo con la Venus del Giorgione, en Dresde. Conocerá los sótanos y los techos. Le caerán encima con paraguas y escupitajos, como se hizo con el Lurçat, en Dublín. Si hay un fresco de cinco metros de alto por veinticinco de largo, lo encerrarán en una prensa de tomates, habiendo tenido cuidado presumiblemente de avivarle los colores con ácido azótico, como se hizo con el Triunfo de César de Mantegna, en Hampton Court. Cada vez que los alemanes no dispongan de tiempo para mudarse, se transformará en champiñón en un garaje abandonado. Si hay un Judith Leyster, se lo darán a Hals. Si hay un Giorgione y es demasiado pronto para dárselo todavía a Tiziano, se lo darán a Dosso Dossi (Hannover). El señor Berenson lo explicará todo. Habrá vivido y repartido alegría.
Eso explica por qué los cuadros tienen mejor pinta en el museo que en una casa particular.
Eso explica por qué la Obra Maestra desconocida de Balzac está en tantas cabeceras de cama. Sustraída al juicio de los hombres, la obra acaba por expirar, en medio de suplicios espantosos. La obra considerada como creación pura, y cuya función se detiene en la génesis, está abocada a la nada.Un solo aficionado (iluminado) la habría salvado. Uno solo de esos señores con el rostro ahuecado por los entusiasmos sin garantía, con los pies aplanados por estaciones innombrables, con los dedos desgastados por catálogos de cincuenta francos, que miran primero de lejos, luego de cerca, y que consultan con el pulgar, en los casos particularmente espinosos, el relieve del empaste. Pues no se trata aquí del animal grotesco y despreciable cuyo espectro asedia los talleres, como el del tapir los cuchitriles de los estudiantes de la Escuela Normal, sino más bien del loco inofensivo que corre, como otros al cine, a las galerías, al museo y hasta a las iglesias, con la esperanza -agárrense bien- de gozar. No quiere instruirse, el muy cerdo, ni convertirse en mejor. No piensa más que en su placer.
El es quien justifica la existencia de la pintura como cosa pública.
Yo le dedico estas consideraciones, si bien hechas para obnubilarlo aún más.
No pide más que gozar. Se ha hecho lo imposible para impedírselo.
Se ha hecho lo imposible especialmente para que secciones enteras de la pintura moderna le sean tabúes.
Se ha hecho lo imposible para que elija, para que tome partido, para que acepte a priori, para que rechace a priori, para que deje de mirar, para que deje de existir, delante de una cosa que simplemente habría podido amar, o encontrar fea, sin saber por qué.
Le dicen:
«No se acerque al arte abstracto. Está fabricado por una banda de truhanes y tramposos. No sabrían hacer otra cosa. No saben dibujar. Siendo así que Ingres dijo que el dibujo es la probidad del arte. No saben pintar. Siendo así que Delacroix dijo que el color es la probidad del arte. No se acerque. Un niño haría lo mismo».
¿Qué puede importarle el que sean unos truhanes si le proporcionan placer? ¿Qué puede importarle el que no sepan dibujar? ¿Sabía dibujarCimabue? ¿Qué quiere decir: saber dibujar? ¿Qué puede importarle que los niños puedan hacer lo mismo? Que hagan lo mismo. Será maravilloso. ¿Qué es lo que se lo impide? ¿Tal vez sus padres? ¿0 no disponen de tiempo?
Le dicen:
«No pierda su tiempo con los realistas, con los surrealistas, con los cubistas, con los fauvistas, con los domesticados, con los impresionistas, con los expresionistas, etc.». Y cada vez le dan razones excelentes. Falta poco para que le digan que no se aficione demasiado a los deplorables siglos de pintura precézanniana.
Le dicen:
«Todo lo que es bueno en pintura, todo lo que es viable, todo lo que puede usted admirar sin temor, se encuentra en una línea que va desde las grutas de Eyzies hasta la Galería de Francia».
No se precisa si es una línea preestablecida o si es un trazado que se desarrolla proporcionalmente como la baba de la babosa. No se le muestra en qué signos puede saber si un cuadro dado se adapta a ella. Es una línea invisible. Su línea, ¿no sería un plano por casualidad?
Le dicen:
«No tiene el derecho de abandonar la expresión directa más que quien está capacitado. La pintura deformada es el refugio de todos los fracasados».
¡Derecho! ¿Desde cuándo el artista, en cuanto tal, no tiene todos los derechos, es decir, ninguno? Quizá pronto le esté prohibido exponer, e incluso trabajar, si no puede justificar tantos años de academia.
Con idénticos balidos saludaban, hace ciento cincuenta años, el verso libre y la gama tonal.
Le dicen:
Picasso está bien. Puede ir a él con confianza.
Y ya no volverá a escuchar los ronquidos homéricos.
Le dicen, con una gran bondad:
«Todo es objeto para la pintura, sin exceptuar los estados de ánimo, los sueños e incluso las pesadillas, a condición de que su transcripción se haga con medios plásticos».
¿Sería por casualidad el empleo o no empleo de esos instrumentos quienes decidirían la presencia o la ausencia, en la línea citada antes, de un cuadro dado?
Sería en todo caso útil, e incluso interesante, saber lo que se entiende por medios plásticos. Siendo así que nadie lo sabrá jamás. Es algo que sólo los iniciados huelen.
Pero supongamos que la definición se adquiere, de una vez por todas, de manera tal que no importe qué legañoso pueda exclamar, delante de un cuadro que haya que juzgar: «Está bien, los medios son plásticos», y que quede establecido al mismo tiempo que sólo es buena la pintura que se sirve de ellos. ¿Qué decir, en ese caso, del artista que renunciase a hacerlo?
Esto provoca vastos y tenebrosos problemas de estética práctica, hablo de los que tienen tendencia al pompier, al hipopompier, al hiperpompier, y al pompier de propósito deliberado, a sus relaciones recíprocas y zonas de estratificación, y, de una manera general, a la legitimidad, perdón, a la oportunidad de la chapuza creativa deseada.
Le dicen:
"Dalí es pompier. No sabría hacer otra cosa".
He ahí lo que se llama no dejar nada al azar. Primero se estrangula, luego se destripa.
Los juicios hermanados prosperan en estos momentos. Dicen mucho de los jueces.
Propongo el espécimen de arriba como modelo de género. Es corto, claro, muy equilibrado (afirmación primero, luego negación), graciosamente trascendental, fácil de pronunciar para los anglosajones y sin réplica. Es decir, que habría que empezar la réplica en torno a los quince años de edad, lo más tarde.
No serían demasiados diez volúmenes de análisis nauseabundos para extirparle el enorme y maligno malentendido, el que envenena desde hace tanto tiempo, en el plano de la idea, las relaciones entre pintores, entre aficionados, entre pintores y aficionados.
Pues si no es Dalí, es otro; y si no es pompier, es otra cosa.
Veamos solamente algunas de las cuestiones que se plantean cuando hayamos admitido que pompier tiene un sentido y que Dalí, voluntaria o involuntariamente, presenta las marcas de su marchitamiento.
¿Por qué no debería hacer pompier, deliberadamente, si le convenía?
¿No se puede concebir el pompier y el no pompier reunidos, aquél al servicio de éste? La prosa de La Princesse d'Elide, ¿sería tan bella si no hubiera versos? Los paisajes de Claude, ¿no le deben nada realmente al estucado?
¿Cómo puede saberse que no sabría hacer otra cosa? ¿Ha firmado acaso una declaración en ese sentido? ¿Y por qué no habría hecho pompier,nada más que pompier, desde su más tierna infancia, si le convenía?
Y ¿por qué, no sabiendo hacer otra cosa que pompier, no habría de obtener de ello algo admirable? ¿Porque pompier admirable es una contradictio in adjectio? Lo fue.
Y así sucesivamente.
He aquí una ínfima parte de lo que le dicen al aficionado.
Nunca le dicen:
 «No hay pintura. Sólo hay cuadros. Estos, al no ser salchichas, no son ni buenos ni malos. Todo lo que se puede decir de ellos es que traducen, con mayor o menor pérdida, absurdos y misteriosos empujes hacia la imagen, que son más o menos adecuados en relación a oscuras tensiones internas. En cuanto a que usted decida por sí mismo el grado de adecuación, no ha lugar, ya que no está en la piel del forzado. El mismo no sabe nada tampoco la mayor parte del tiempo. Por otra parte se trata de un coeficiente sin ningún interés. Pues pérdidas y beneficios se contrarrestan en la economía del arte, donde el tú es la luz de lo dicho, y toda presencia, ausencia. Todo lo que conseguirá saber de un cuadro es cuánto le gusta (y, en rigor, por qué, si ello le interesa). Pero incluso eso probablemente no lo sepa usted nunca, a menos que se vuelva sordo y olvide el catón. Llegará un tiempo en que, de sus visitas al Louvre, pues sólo irá al Louvre, no le quedarán más que recuerdos de duración: "Me quedé tres minutos delante de la sonrisa del Profesor Pater, mirándole"».
He ahí una ínfima parte de lo que no le dicen jamás al aficionado. No es que sea manifiestamente más verdadero que lo demás. Pero lo cambiaría.
La pintura (ya que no existe) de Abraham y Gerardus van Velde es poco conocida en París, es decir, poco conocida. Sin embargo trabajan en ella desde hace veinte años, desde hace dieciséis años.
La de A. van Velde es particularmente poco conocida. Sus cuadros, por así decirlo, no han salido nunca del taller, a menos que cuente como salida el oreo anual cabeza abajo en los Independientes. De esta larga reclusión, surgen, hoy, tan frescos como si, desde sus comienzos, nunca hubieran dejado de ser admirados, tolerados, vilipendiados.
Ninguna exposición, ni siquiera modesta, ha reunido nunca en París las telas de uno o de otro.
Por el contrario, una importante exposición de G. van Velde tuvo lugar en Londres, en 1938,
en la Galería Joven Guggenheim. Extraño encuentro. Numerosas telas suyas se han quedado en Inglaterra.
Han trabajado sobre todo en París y en sus accesos inmediatos. A. van Velde, sin embargo, ha vivido un tiempo en Córcega (1929-1931) y en Mallorca (1932-1936).
Iba a olvidar lo más importante. A. van Velde nació en La Haya, en octubre de 1895. Era el instante de las brumas. G. van Velde nació cerca de Leyden, en abril de 1897. Fue el instante de los tulipanes.
Lo que sigue no será más que una desfiguración verbal, es decir, un asesinato verbal, de emociones que, lo sé bien, sólo me conciernen a mí. Desfiguración, si bien se piensa, menos de una realidad afectiva que de su risible huella cerebral. Pues basta que reflexione acerca de todos los placeres que me dieron, de todos los placeres que me dan los cuadros de A. van Velde, y acerca de todos los placeres que me dieron, de todos los placeres que me dan los cuadros de G. van Velde, para que los sienta escapárseme, en un derrumbamiento innombrable.
Así pues, una doble matanza.
En cuanto a la forma, tendrá forzosamente el aire de una serie de proposiciones apodícticas. Es la única manera de no ponerse en evidencia.
Importa, en primer lugar, no confundir las dos obras. Son dos cosas, dos series de cosas absolutamente distintas. Se separan, cada vez más, una de otra. Se separarán, cada vez más, una de otra. Como dos hombres que, salidos de la puerta de Chatillon. se encaminasen, sin conocer demasiado bien el camino, con frecuentes paradas para darse valor, uno hacia la Rue du Champsde-I'Alouette, v el otro hacia l'Ile des Cygnes.
Importa luego asegurar bien sus relaciones. Que se parezcan, dos hombres que caminan hacia el mismo horizonte, en medio de tantas dormidas, sentadas, navegaciones en común.
Hablemos primero del mayor. Su originalidad es, de los dos, con mucho, la más fácil de aprehender, la más brillante. La pintura de G. van Velde es excesivamente reticente, ejecutada por irradiaciones que se sienten defensivas, está dotada de lo que los astrónomos llaman (salvo error) una gran velocidad de evacuación. Mientras que la de A. van Velde parece congelada en un vacío lunar. El aire la ha abandonado.
Exagero.
Pienso sobre todo en las últimas telas, las que G. van Velde acaba de traer del Sur, las que A. van Velde ha hecho en 1940 y 1941, (no ha hecho nada después). El contraste se dejaba notar menos hace diez años. Pero ya ha estallado.
Esta distribución de los papeles es de lo más inesperado. Todo hacía prever lo contrario. Y tengo miedo de que no vayamos hacia comprobaciones que deberán, en efecto, invertirlos, para todo espíritu preocupado por la coherencia.
¿De dónde viene esta impresión de cosa en el vacío? ¿De la manera? Es como si se dijese que la impresión de azul viene del cielo. Busquemos un círculo más amplio.
En Abraham van Velde nos las tenemos que ver con un esfuerzo de percepción tan exclusiva y extrañamente pictórica que nosotros, siendo nuestras reflexiones sólo murmullos, no la concebimos más que con pena, no la concebimos más que arrastrándola hacia una especie de ronda sintáctica, más que colocándola en el tiempo.
(Anoto, literalmente entre paréntesis, el curioso efecto, del que he sido testigo más de una vez, que producen estos cuadros sobre el espectador de buena fe. Le privan, incluso al más propicio al comentario, del uso de la palabra. No es en absoluto un silencio de trastornado, a juzgar por las elocuentes refutaciones que terminan de todos modos por manar. Es un silencio, casi se diría que de conveniencia, como el que se guarda, preguntándose por qué, delante de un mudo.)
Escribir percepción puramente visual es escribir una frase desprovista de sentido. Como un por supuesto. Pues cada vez que se quiera hacer hacer a las palabras un verdadero trabajo de transbordo, cada vez que se les quiera hacer expresar algo que no sean palabras, se alinean de manera que se anulan mutuamente. Es, sin duda, lo que le da a la vida todo su encanto.
Pues no se trata, de ninguna manera, de una toma de conciencia sino de una toma de visión, de una toma de vista simplemente. ¡Simplemente! Y de una toma de visión en el único campo que a veces se deja ver sin más, que no insiste siempre en ser mal conocido, que concede por momentos a sus fieles ignorar todo lo que no sea su apariencia: el campo interior.
Espacio y cuerpo, acabados, inalterables, arrancados del tiempo por el hacedor de tiempo, al abrigo del tiempo en la fábrica de tiempo (¿quién se pasaba el día en el Sacré-Coeur para no tener que verlo más?), he ahí lo que valen Barbizon y el cielo de Pérouse. Por otra parte, en un cierto sentido, en eso consiste la salida.
Los pájaros han caído, Manto se calla, Tiresias ignora.
Ignorancia, silencio y el azul inmóvil, he ahí la solución de la adivinanza, la última única solución.
Para algunos.
¿En qué se han ensañado las artes representativas, desde siempre? En querer detener el tiempo, al representarlo.
Cuántos vuelos, carreras, ríos, flechas. Cuántas caídas y ascensiones. Cuánta humareda. Hemos tenido hasta un chorro de orina (oveja negra del divino Potter), símbolo por excelencia de la huida de las horas.
Nunca estaremos bastante reconocidos por ello.
Pero quizá ya era hora de que el objeto se retirase, por aquí y por allá, del mundo llamado visible.
El "realista", sudando delante de su cascada y echando pestes contra las nubes, no ha cesado de encandilarnos. Pero que no nos venga ya a jorobarnos con sus historias de objetividad y de cosas vistas. De todas las cosas que nadie ha visto jamás, sus cascadas son seguramente las más enormes. Y, si existe un medio donde se haría mejor en no hablar de objetividad, es el que él surca, bajo su sombrero quitasol.
La pintura de A. van Velde seria, pues, en primer lugar, una pintura de la cosa en suspenso, yo diría incluso de la cosa muerta, idealmente muerta, si este término no tuviese tan fastidiosas asociaciones. Es decir que la cosa que se ve en ella ya no está solamente representada como en suspenso, sino estrictamente tal como es, realmente congelada. Es la cosa a solas, aislada por la necesidad de verla, por la necesidad de ver. La cosa inmóvil en el vacío, he ahí, por fin, la cosa visible, el objeto puro. Yo no veo otro.
La caja craneal tiene el monopolio de este artículo.
Es allí donde a veces el tiempo se adormece, como la rueda del contador cuando se apaga la última bombilla.
Es allí donde se empieza, por fin, a ver, en la oscuridad. En la oscuridad que ya no teme a ningún amanecer. En la oscuridad que es alba y mediodía y atardecer y noche de un cielo vacío, de una tierra fija. En la oscuridad que ilumina el espíritu.
Es ahí donde el pintor puede tranquilamente guiñar el ojo.
Estamos lejos del famoso «derecho» de la pintura para crear sus objetos. Es el aire pleno quien llama a esta operación audaz.
Lejos igualmente de las fantochadas de lo surreal.
Relaciones de utensilios con la gran escuela de la pintura crítica -crítica de sus objetos, crítica de sus medios, crítica de sus fines, crítica de su crítica, y de la que aún no estamos más que en las magníficencias sienesas.
Había una vez un hombre que se llamaba el gran Tomás...
Inútil buscar la originalidad de A. van Velde fuera de esta objetividad prodigiosa, pues todo lo demás se liga a ella no ciertamente como consecuencia, ni como efecto, sino en el sentido en que la ocasión misma la ha suscitado. Hablo de todo lo que esta pintura presenta de no razonado, e ingenuo, de no combinado, de mal retocado.
Imposible razonar sobre lo único. La pintura razonada es aquella en la que cada toque es una síntesis, cada tono el elegido entre mil, cada trazo, símbolo, y que se acaba en sus subterfugios de entimema. Es la naturaleza muerta en la mariposa. Es la máquina de coser sobre la mesa de operaciones. Es el rostro visto de frente y de perfil a la vez. Es sin duda también la dama con senos dorsales, aunque esto no sea cierto. Produce obras maestras a su manera.
Imposible querer otra cosa que lo desconocido, lo finalmente visto, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna; ni el único agente capaz de hacerlo cesar; ni la finalidad, que es hacerlo cesar. Pues es de eso de lo que se trata, de no ver ya esa cosa adorable y espantosa, de volver a entrar en el tiempo, en la ceguera, de ir a aburrirse delante de torbellinos de carne nunca muerta y estremecerse bajo los álamos. Entonces se la muestra, de la única manera posible.
Imposible poner orden en lo elemental.
Se la muestra o no se la muestra.
La pintura conjetural le ha proporcionado los utensilios. Su influencia no va más allá. Este utensilio, A. van Velde lo ha modificado mucho después. No por ello se siente menos su proveniencia. El lo ha adaptado a las necesidades de su trabajo, que no tiene nada de conjetural.
Hay Braques que parecen meditaciones plásticas sobre los medios usados en la obra. De ahí esa extraña impresión de hipótesis que se desprende de ellos. Lo definitivo queda siempre para mañana. Parece que esta puntualización es pertinente para una gran parte, y no la menor, de lo que se conoce como pintura moderna viva.
En A. van Velde, nada parecido. El afirma. Ni siquiera eso. Atestigua. Sus medios tienen la especificidad de un espéculo, no existen más que en relación a su función. No se interesa en ellos lo suficiente como para dudarlo. No se interesa más que en lo que reflejan.
Tocamos aquí algo fundamental y que permitiría aprehender en virtud de qué exactamente existe, desde Cézarme, toda una pintura que ha cortado con sus antecedentes (que hace tiempo perdió al querer ligarse de nuevo a ellos), y en virtud de qué, a su vez, la pintura de A. van Velde se separa de ésta.

 
El arte adora los saltos.
Pasar de esta fidelidad masiva a la pintura de G. van Velde es pasar del Homme au heaume Vue de Delfi, de la Sixtina a los Loges (comparo relaciones).
Es un paso difícil.
¿Qué decir de esos planos que se deslizan, de esos contornos que vibran, de esos cuerpos como tallados en la bruma, de esos equilibrios que un nada puede romper, que se rompen y se reconstruyen a medida que se mira? ¿Cómo hablar de esos colores que respiran, que jadean? ¿De esa estasis pululante? ¿De ese mundo sin peso, sin fuerza, sin sombra?
Aquí todo se mueve, nada, huye, regresa, se deshace, se rehace. Todo cesa, sin cesar. Se diría la insurrección de las moléculas, el interior de una piedra en la milésima de segundo antes de disgregarse.
Es eso la literatura.
Sería preferible no exponerse a estas dos maneras de ver y pintar en un mismo día. Al menos al principio.
Pongámoslo más groseramente. Dejemos de ser ridículos.
A. van Velde pinta la duración.
G. van Velde pinta la sucesión.
Dado que, antes de poder ver la duración, con mayor razón antes de poder representarla, se la debe inmovilizar, aquél se desvía de la duración natural, la que gira como una peonza bajo el azote del sol. El la idealiza, hace de ella un sentido interno. Y justamente al idealizarla puede realizarla con esa objetividad, esa nitidez sin precedente. Ese es su hallazgo. Lo debe a una necesidad que tiende al extremo de ver claro.
Este, por el contrario, está enteramente vuelto hacia el afuera, hacia el caos de las cosas en la luz, hacia el tiempo. Pues no se conoce el tiempo más que en las cosas que agita, que impide ver. Es dándose enteramente al afuera, mostrando el macrocosmos sacudido por los estremecimientos del tiempo, como se realiza, como realiza al hombre, si se prefiere, en lo que tiene de más inconmovible, en su certeza de que allí no hay presente ni reposo. Es la representación de ese río por donde, según el modesto cálculo de Heráclito, nadie desciende dos veces.
Es un raro memento mori, la pintura radiante de G. van Velde. Lo anoto de paso.
Ninguna relación con la pintura de reloj de suspensión, la que, por haber concedido a los nenúfares dos minutos diarios durante la eternidad del salmista, cree haber bloqueado la rotación terrestre, por no hablar de los aburridos pataleos de los astros inferiores. En G. van Velde el tiempo galopa, lo espolea con una especie de frenesí de Fausto a contrapelo.
«He aquí lo que somos», dicen sus telas. Y añaden: «Es una suerte».
Con esto, es una pintura de una tranquilidad y una dulzura extraordinarias. Decididamente, en ella no comprendo nada. No hace ruido. La de A. van Velde hace un ruido muy caracterizado, el de una puerta que cruje a lo lejos, el ruidillo sordo de la puerta que acaban de hacer crujir al arrancarla del muro.
Dos obras en suma que parecen refutarse, pero que de hecho se reúnen en el corazón del dilema, el dilema mismo de las artes plásticas: ¿Cómo representar el cambio?
Han rehusado, cada uno a su manera, el bies. No son ni músicos, ni literatos, ni peluqueros. Para la pintura, la cosa es imposible. Por otra parte es de la representación de esta imposibilidad de donde la pintura moderna ha obtenido una buena parte de sus mejores efectos.
Pero ni el uno ni el otro tienen lo que hace falta para sacar partido plásticamente de una situación plástica sin salida.
Es que en el fondo la pintura no les interesa.
Lo que les interesa es la condición humana. Volveremos sobre ello.
¿Qué les queda, entonces, de representable, si renuncian a representar el cambio? ¿Existe algo, fuera del cambio, que se deje representar?
Les queda, a uno lo que sufre, lo que ha cambiado; al otro lo que impone, lo que hace cambiar.
Dos cosas que, en el desasimiento, el uno, del verdugo, el otro, de la víctima, en el que finalmente llegan a ser representables, siguen creyendo. Todavía no son cosas. Eso llegará. En efecto.
En ello hay dos actitudes profundamente diferentes, y cuyos principios prematuramente erigidos en antítesis hacen las delicias de la psicología desde siempre, desde los dyskoloi y los eukoloi. Tienen sus raíces en la misma experiencia. Eso es lo encantador. ¿No?
El análisis de esta divergencia, aunque no explique nada, ayudará quizás a situar las dos obras, una frente a otra. Podrá iluminar notablemente la diferencia que acusan desde el punto de vista del estilo, diferencia cuyo sentido profundo importa penetrar si queremos evitar el fundar sobre ella una confrontación meramente superficial. No sabríamos insistir en ello demasiado. Esta especie de negligencia categórica, de desidia altiva, este uso despreciativo de medios soberanos, que traducen tan bien, en el primogénito, la urgencia y la primacía de la visión interior, se convertirán, en el otro, en faltas irreparables. Pues éste no se ocupa de la cosa sola, cortadas sus amarras con todo lo que hacía de ella un simple indicio de perdición, diríase que cortadas sus amarras con ella misma y cuyo desencallamiento exige precisamente esta mezcla de maestría y aburrimiento, sino de un objeto infinitamente más complejo. A decir verdad, menos de un objeto que de un proceso, un proceso sentido con una acuidad tal que ha adquirido de él una solidez de alucinación, o de éxtasis. Se ocupa siempre de lo compuesto. Ya no es el compuesto natural, agazapado en sus melancólicos tornasoles cotidianos, sino los mismos elementos cuya presencia permanece. Confrontado a este bloque impenetrable, A. van Veldelo ha hecho saltar para liberar en él aquello que necesitaba. Para el otro, esta solución estaba excluida de antemano.
Las dos cosas debían permanecer asociadas. Pues no se representa la sucesión más que por medio de los estados que se suceden, más que imponiendo a éstos un deslizamiento tan rápido que acaben por fundirse, diría que por estabilizarse, en la imagen de la sucesión misma. Forzar la invisibilidad innata de las cosas exteriores hasta que esta misma invisibilidad se convierta en cosa, no simple conciencia de límite, sino una cosa que se puede ver y hacer ver, y hacerlo, no en la cabeza (los pintores no tienen cabeza, lean, pues, en su lugar, lienzo, o estómago, o lugares donde les entarasco con ello) sino en la tela, he ahí un trabajo de una complejidad diabólica y que requiere un oficio de una flexibilidad y ligereza extremas, un oficio que insinúe más que afirme, que no sea positivo más que con la evidencia fugaz y accesoria del gran positivo, del único positivo, del tiempo que acarrea.
¿Existe detrás de estos pintarrajos un sólido fondo de trucos para engañar al ojo? ¿Sabrían trazar el arco iris sin ayuda de un compás? ¿Prestar, qué digo, dar relieve al culo de un caballo desbocado, bajo la lluvia? Nunca les he preguntado.
La pintura de los Van Velde tiene otros secretos que sería fácil reducir (a la impotencia) por medio de lo que precede. Pero no creo que todo se pierda.
No ignoro cuántos de tales desarrollos deben de parecer arbitrarios, esquemáticos y poco conformes con las imágenes que les dieron ocasión y alimento, las imágenes de las imágenes. Conferirles unos aires más decentes, más persuasivos, con gran refuerzo de las restricciones y los matices, no sería difícil, sin duda. Pero no vale la pena.
Por otra parte no se ha tratado nunca de lo que hacen estos pintores, o creen hacer, o quieren hacer, sino únicamente de lo que yo les veo hacer.
Debo repetirlo por temor a que se les tome por cochinos intelectuales.
Siendo así que no se puede concebir una pintura menos intelectual que ésta.
A. van Velde, en particular, no debe de empezar a darse cuenta de lo que ha hecho hasta diez años después. Entendámonos. El sabe cada vez cómo están las cosas, a la manera de un pez en alta mar que se detiene en la profundidad favorable, pero las razones para ello se las ahorra.
Esto parece también verdad para G. van Velde, con las restricciones (henos ahí) que impone su ataque tan distinto.
Me hacen pensar en ese pintor de Cervantes que, a la pregunta «¿Qué pintáis?», respondía: «Lo que salga de mi pincel».
Para terminar, hablemos de otra cosa, hablemos de lo "humano".
Es un vocablo, y sin duda también un concepto que se reserva para los tiempos de los grandes degüellos. Hace falta la pestilencia, Lisboa y una carnicería religiosa mayor para que los seres sueñen en amarse, en dejar en paz al jardinero de al lado, en ser simplissimus.
Es una palabra que hoy día se devuelve con un furor nunca igualado. Diríase un dumdum.
Eso llueve sobre los medios artísticos con una abundancia muy particular. Es una pena. Pues el arte no parece necesitar cataclismos para poder ejercerse.
Los estragos son ya considerables.
Con "Esto no es humano", está dicho todo. A la basura.
El día de mañana se le exigirá a la carnicería que sea humana.
Eso no es nada. Por lo menos estamos acostumbrados.
Lo que es, propiamente espantoso es que el artista mismo lo admita.
El poeta que dice: no soy un hombre, no soy más que un poeta. El medio más rápido de hacer rimar amor y vacaciones pagadas.
El músico que dice: tocaré la sirena con la trompeta en sordina. Eso lo hará más humano.
El pintor que dice: todos los hombres son hermanos. Vamos, un pequeño cadáver.
El filósofo que dice: Protágoras tenía razón.
Son capaces de demolernos la música, la poesía y el pensamiento durante cincuenta años.
Sobre todo, no protestemos.
¿Quieren un existente adecuado? Pónganle un azul. Denle un silbato.
¿Les interesa el espacio? Hagamos que cruja.
¿Les atormenta el tiempo? Matémosle juntos.
¿La belleza? El hombre reunido.
¿La bondad? Extinguir.
¿La verdad? La ventosidad del mayor número.
Que llegará a ser, en esta feria, esta pintura solitaria, solitaria de soledad que se cubre la cabeza, de soledad que tiende los brazos.
Esta pintura cuya parcela menor contiene más humanidad verdadera que todas sus procesiones hacia una felicidad de cordero sagrado.
Supongo que la lapidarán.
Existen las condiciones eternas de la vida. Y existe su coste. Maldición a quienes los distingan.
Después de todo se contentarán con rechiflar.
Sea como sea, se volverá sobre esto.
Pues no hacemos sino comenzar a incordiar con los hermanos Van Velde.
Yo abro la serie.
Es un honor.

Selección, nota inicial y destacados: S.R.
Revista Con-versiones
www.con-versiones.com

1 comentario:

  1. Hay una realidad,"de cuerpos como tallados en la bruma,colores que respiran,que jadean.Mundo sin peso,sin fuerza,sin sombra"que se soporta sólo en la mirada,ex-terior,que vaga como siendo distinta a un sujeto vidente.¡Cómo hacer descender este mundo de la mirada a proposiciones apodícticas,a metáforas,que es sustitución y miente,cómo la hacemos pasar a la dimensión de la palabra que devela y,a la vez encubre,¿Cómo no caer en un fenómeno de bastardización de lo visual por lo discursivo?En este caso sólo lo puede lograrlo Samuel Beckett "en una ronda de palabras,que se anulan mutuamente"porque él lo sabe:no hay descifre posible de una imagen,es representación de la imposibilidad.Lacan habla de la inercia del lenguaje,que sería como preguntarse,cuál es el límite de la metáfora?

    ResponderEliminar