martes, 5 de julio de 2016

El sabor de las cerezas (escena)

4 comentarios:

  1. El premiado director iraní Abbas Kiarostami ha fallecido este lunes en Francia de un ataque al corazón. El realizador había viajado a Francia para someterse a un tratamiento contra el cáncer que padecía, según informan los medios oficiales iraníes.

    Kiarostami había pasado varios meses hospitalizado en Irán antes de desplazarse a Francia debido a un agravamiento del cáncer del aparato digestivo que padecía.

    Nacido en 1940 en Teherán, dirigió más de 40 películas y documentales y ganó la Palma de Oro de Cannes en 1997 con su película 'El sabor de las cerezas'. Su carrera en el audiovisual comenzó con la grabación de anuncios para la televisión iraní.

    Además de director, Kiarostami era guionista, editor, director artístico y productor. Además, trascendía el cine y tenía también trabajos como poeta, fotógrafo, pintor, ilustrador y diseñador gráfico.

    A finales de los 60 se sumó a la Nueva Ola Iraní junto a directores como Masoud Kimiai, Sohrab Shahid Saless, Dariush Mehrjui, Bahram Beyzai, Nasser Taghvai o Parviz Kimiavi. Todos ellos manejaban el diálogo poético y la alegoría de guión para afrontar cuestiones políticas y filosóficas.

    Kiarostami gozaba del reconocimiento de profesionales de la industria como Jean-Luc Godard, quien llegó a decir que "la cinematografía empieza con D.W. Griffith y termina con Abbas Kiarostami".
    www.lavanguardia.com

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  2. El director iraní Abbas Kiarostami en “El sabor de las cerezas”, película de 1997, sube al coche del protagonista y lo acompaña en su deambular angustiado por los yermos descampados de Teherán. La película es, en esencia, una respuesta cinematográfica al problema filosófico, el único importante según él, que planteaba Albert Camus: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena ser vivida. La filosofía, bien mirada, no es más que el intento de contestar a esa pregunta. La cinta de Kiarostami es, pues, filosofía pura. Sin artificios, sin trampas, sin sensiblerías: rostros, gestos, palabras, el mundo y la vida en forma de imágenes, de paisajes. Podría decirse que la película desarrolla una tensión filosófica que se acentúa, que se va creciendo en cada diálogo -el recluta, el seminarista- y que alcanza el clímax en las palabras del taxidermista. Hubo una ocasión en la que él también quiso suicidarse. Sentía que la vida le venía grande. No podía más. En el último momento, sin embargo, vienen a su mano, a su boca, unas moras, unas cerezas, y decide que disfrutar de su sabor dulce e intenso bien merece el esfuerzo de seguir viviendo la vida. Después vinieron el amanecer y unos niños camino de la escuela. Y luego el crepúsculo, una noche de luna llena, el cielo estrellado. En estos milagros de sensaciones, de luces y colores, sonidos, olores y sabores, el taxidermista encontró su respuesta a la pregunta de Camus: sí, la vida vale la pena vivirla. No porque así lo ordene Dios, ni por un imperativo categórico kantiano. Ni siquiera por el amor de los suyos. Lo que le hizo no abandonar el camino no fueron razones externas, impuestas desde fuera por alguien o por algo situado en un improbable más allá, sino por motivos que surgen, y que sólo pueden surgir, del interior, de lo más hondo de un espíritu, en su caso, continuar admirando la belleza del mundo. El protagonista, del que no sabemos en ningún momento las razones de su desesperación, responde al taxidermista con silencios y gesto atormentado y le conmina, cuando se despiden, a que no falte al día siguiente a la cita.
    El final queda abierto. El suicida se tiende, de noche, en la que debe ser su propia tumba. Siguen unas imágenes de una suerte de “making of” de la película. Nada más. El director deja al espectador el trabajo de encontrar su propia respuesta, la personal e íntima de cada uno, a la pregunta insoslayable que ha planteado.
    A un espectador acostumbrado a las urgencias y a la agitación del cine convencional, el ritmo de la película, al principio, le puede resultar demasiado pausado. Ese ha sido, lo confieso, mi caso. Es preciso resistir la tentación de la impaciencia. Esta película, como algunos medicamentos, es de acción lenta o retardada. Sólo tenemos que dejar que transcurran unos minutos para que los gestos y las palabras de la historia nos hablen, nos penetren, nos atrapen. Todo va cobrando sentido y ya no podremos abandonar a ese hombre en su vagar afligido por esos paisajes externos e internos de desolación. Tendremos que acompañarlo hasta el final de su búsqueda. Una búsqueda, la suya, que también es la nuestra, la de cada uno de nosotros.

    cloaca.es

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  3. Freud produce un movimiento, donde deja de lado el principio de constancia y comienza a hablar de “principio de placer” que es el que gobierna el aparato psíquico.
    Lo que le permite a Freud romper esta concepción teórica de principio de constancia por el principio de placer, es la primera “vivencia de satisfacción”. Al producirse esa primera huella de satisfacción, ese plus deja una marca, una huella mnémica; se cubrió la necesidad, pero hay un plus.
    Esa huella que quedó será fundamental, por que orientará el deseo de la vida de cada uno. El sujeto busca reencontrar esa huella de esa primera experiencia de satisfacción, pero esa huella como tal quedó perdida; entonces se traduce como pérdida, es imposible recuperarla, imposible recrearla. E principio de placer no es la búsqueda de placer; sino evitar el displacer. El principio de placer rige la economía psíquica de cargas y descargas.
    www.altillo.com
    En la constitución del aparato psíquico, la primera vivencia de satisfacción lo constituye una huella borrada. En los tropiezos, de su vida, momentos difíciles, el hombre reaviva los signos de esta primera experiencia de satisfacción.
    Creo, interpretar en el personaje, algo así como lo planteado por Freud en el Proyecto de Psicología para neurólogos, acerca de la primera experiencia de satisfacción que aunque borrada existió.

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  4. De la vivencia de Satisfacción a La Cosa Freudiana-puede consultarse en www.efbaires.com.ar

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