MARÍA INÉS TAPIA VERA- XILOGRAFÍAS
Søren Kierkegaard
La xilografía es un arte resistente. Las sucesivas oleadas modernizadoras, con erfeccionamientos técnicos en el arte tanto de la reproducción fiel del dibujo como del multicopiado –aguafuerte, serigrafía, litografía y derivados-, resultaron un acucioso desafío. La ausencia de carácter proteico de su técnica –tallado en madera y estampado de un número limitado de copias a partir del taco- fue no su condenación, como era de prever, sino la clave de su remoción. La xilografía cambió y se adaptó porque permaneció fiel a su esencia: la simpleza y rotundidad en el trazo, aunada a la nobleza de la madera que por su relativa maleabilidad transfiere su impronta a la estampa –su rugosidad, sus poros, su veteado- son marcas que en los grabadores de nuestra época relucen cuando a la maestría técnica se une la potencia del dibujo y la sutileza en el desempeño del color. Si, como en el caso de María Inés Tapia Vera, además se le suma la capacidad de capturar con ojo avizor ciertas situaciones de una filigrana existencial ambigua, transidas de inconmensurables dramas íntimos, la conjunción produce obras inquietantes, prístinas y a la vez enigmáticas, que postulan la opacidad del mundo al mismo tiempo que alientan su interrogación crítica.
Sus escenas son retratos reposados de jóvenes en condición de aparente solaz. En diálogo con el lenguaje de la fotografía, sus obras proponen, no sin candidez, un suave reflejo de situaciones cotidianas de la vida urbana. Con deliberado hálito pop, en una exploración audaz del color y la luz, encuadra sus motivos con un equívoco clasicismo en la composición a la que infunde pequeños descalabros casi imperceptibles, logrando así un cierto extrañamiento ominoso. De este ademán de aparente naturalismo de interiores, donde gente sentada lee, espera, o piensa, Tapia Vera colige la tensión que habita el tránsito a la adultez, donde, con soltura y temor, la vacuidad del mundo acecha como una amenaza. Con desparpajo y solvencia, muestra en sus retratos mudos, a los que se les ha sustraído el movimiento, cómo sus capturas azarosas del devenir están facetadas por la pregunta primordial de la vida: cuál su sentido, cuál su norte, cuál su ser temporal. Y lo hace con la maestría de quien ha intuido que el camino que trazan esas preguntas es la cifra del destino.
Guillermo David.
Bahía Blanca, 1965. Escritor, ensayista, traductor. Curador del Museo Nacional del Graba
Bahía Blanca, 1965. Escritor, ensayista, traductor. Curador del Museo Nacional del Graba
CC Borges
Viamonte y San Martín
CABA
Dos chicas en ese momento en que un parpadeo, una mirada o un gesto mínimo separan la inocencia de la seducción, una técnica fuera de toda moda, ninguna señal de celulares, mp3 o vida moderna: sólo libros, flores y gatos. Con un universo así de cerrado y sus dos hijas mellizas como modelos, María Inés Tapia Vera ha hecho de sus xilografías pintadas un vergel privado al que asomarse sin penetrar en sus secretos.
ResponderEliminar“La gracia me llegó en forma de gato” anotó Williams Burroughs en sus diarios felinos. Por el contrario, el saber popular gusta atribuir a los gatos las desgracias. En especial si son negros. Detengámonos unos segundos en esta imagen: una niña sentada sobre un césped cubierto de margaritas. Lleva un vestido amarillo con estampado de peces geométricos y lunares blancos. El vestido corto se enrolla en sus caderas y muestra sus piernas largas y firmes. Si la cara conserva aún rasgos de la niñez, las piernas ya han entrado de lleno en la adolescencia. De medio perfil, sus ojos buscan girar un poco más hasta encontrar los nuestros en una mirada mixta: de frente y de reojo. Mariposas amarillo limón revolotean cerca de su entrepierna. Un gato negro merodea, algo cabizbajo, como si repasara los detalles de un plan malévolo que le ha sido encomendado (sospechamos que por la niña). Detrás de ellos, se alza una floresta tupida abarrotada de flores lilas y rosas. Atrás, breves tramos de troncos. Más atrás, la mirada se nos queda incrustada en el espesor de una vegetación sombría. Una mariposa sobrevuela el segundo plano de la puesta en escena pero no penetra la pantalla, queda estampada en el paisaje. La niña nos mira desafiante, por encima de su hombro desnudo. Queda claro: el vergel es su reino y nadie penetrará sus secretos.
Todo aquel que se sabe mirado cae en la tentación de posar. Quiere gustar, en principio, de manera contemplativa. Lejos está su intención de volverse objeto de rayos X. La radiografía es la aniquilación de todo poder de seducción, salvo que quieras ser la novia de Esqueletor. Las protagonistas de las xilografías que María Inés Tapia Vera presenta por estos días en la galería Vermeer posan. Pero no es deliberada la pose. Tienen la expresión de seres escudriñados en su distracción que repentinamente se percatan de que algunos de sus gestos le interesan sobremanera a alguien. Entonces lo vuelven más conscientes y artificiales, estilizándolos. Espabilada de su poder de seducción, la niña-mujer estrena sus recursos. Dijimos antes plan malévolo y tal vez suene apresuradamente malpensado. Como que le andamos buscando la quinta pata al gato. Pero la puesta en escena de la inocencia, con la parafernalia de recursos naïfs, desde mariposas hasta flores aliladas, ¿no huele un poquito a trampa? La mirada prohibiti va de la niña, ¿no incita a traspasar las barreras? “Nunca más me apartaré del camino y adentraré en el bosque”, era la moraleja obtenida por Caperucita Roja después de que el lobo le jugara una mala pasada. Pero estas chicas no parecen asustarse por ningún lobo. Están mucho más cerca de ser una Mary Lennox Craven resguardando su Jardín Secreto, con ese matiz melancólico de una niña que está dejando de serlo y donde hace chispa una incipiente malicia coqueta. Y si exageramos con ganas, le viene pisando los talones la Reina Amelia de Marosa di Giorgio. Pero no vayamos tan aprisa: la obra de María Inés pareciera repetirnos una y otra vez que ciertos límites no van a ser transgredido
Fuente: Página12
artehispamo.com.ar