VARIACIONES DE TINTORETTO CON JORGE POMBO
Variaciones de Tintoretto
con Jorge R. Pombo
2018 Conmemoración del V centenario del nacimiento de Tintoretto
En 1547 Venecia era una de las ciudades más ricas del mundo. La cristiandad vivía un momento de desorientación, consecuencia de la sacudida de la Reforma iniciada poco antes por Martín Lutero. Los estados del sur de Europa, con Venecia a la cabeza, emprendieron una acción de propaganda contra las dudas que se estaban sembrando desde Alemania. Esa propaganda se materializaría, por ejemplo, en innumerables iglesias, pinturas y esculturas creadas con la intención de enfatizar los valores católicos romanos.
En la Serenísima proliferaban las scuole, congregaciones de beneficencia a medio camino entre los actuales conceptos de gremio y de organización sin ánimo de lucro. Las principales de ellas, tan solo seis en toda la isla, recibieron el nombre de Scuola Grande. Fundada en 1260, la Scuola Grande di San Marco inauguró una nueva y ostentosa sede a finales del siglo xv, y en 1547 se decidió encargar una serie de grandes pinturas para decorar sus paredes. El artista elegido fue un joven de 29 años, de nombre Jacopo Comin, que empezaba a ser conocido en la isla como il Tintoretto, diminutivo del oficio de su padre, que era tintorero. El encargo consistía en explicar mediante pinturas los episodios más relevantes de la historia de san Marcos, patrón de Venecia. La responsabilidad era máxima para el joven, que se sabía ya aspirante a maestro intemporal y tomó esa oportunidad como un desafío.
La tela de mayor tamaño se iba a colgar a tres metros de altura, entre dos enormes ventanales; por esa razón, y para compensar el efecto de contraluz de las aberturas en la pared, se vio obligado a plantearla acentuando el contraste de colores. La escena elegida: el milagro de san Marcos liberando al esclavo. En algún lugar de la Provenza, un esclavo solicita permiso a su anciano patrón para peregrinar hasta Venecia a fin de venerar las reliquias de san Marcos. La petición es denegada, pero la devoción del siervo es tan intensa que decide marcharse igualmente. A su regreso, le espera una impía reprimenda; sus ojos serán dañados con astas de madera afiladas, y los huesos de sus extremidades, rotos todos con martillos. Sin embargo, acontece algo inesperado: en el preciso instante en que el esclavo es tumbado en el suelo para recibir el castigo, aparece en escena el espíritu de san Marcos —con su Evangelio bajo el brazo izquierdo—, y mediante un simple gesto inutiliza todas las herramientas de tortura, que quedan en el suelo rotas en pedazos. Solo el esclavo ve al espíritu, probablemente porque es el único de los 35 personajes de la escena que tiene fe, nadie más parece percatarse de su presencia. El patrón, vencido por la incontestabilidad del milagro, decide perdonar la vida a su siervo y se convierte a la fe cristiana; asegura la leyenda que incluso llegará a acompañarle a una segunda peregrinación a Venecia. Quizás como un guiño de la fe que tenía en su propio talento, sintiéndose elegido, el artista se autorretrató en el rostro del esclavo.
Cuando en 1548 el cuadro fue presentado en sociedad, varios miembros de la Scuola Grande di San Marco criticaron su estilo, de técnica torpe y precipitada, según sus palabras; incluso llegaron a juzgar la pintura indigna de presidir la planta superior de la institución. El artista, un joven orgulloso y seguro de su categoría, descolgó la tela, ofendido por la crudeza de las críticas. Posteriormente, el clamor popular y la insistencia de sus defensores dentro de la congregación le convencieron para restituirla.
El gusto por la pintura pulcra e idealizada era una imposición desde hacía décadas, y tenía en Florencia y Roma a sus más excelsos representantes: Rafael, Miguel Ángel, Leonardo, Piero della Francesca, Botticelli... Todos ellos pintaban de un modo moralista, un estilo en el que las figuras parecen esculturas clásicas de mármol, sin arrugas ni imperfecciones, de volúmenes perfectos y proporcionados, metáforas a fin de cuentas de la virtud. La Belleza era sinónimo de Verdad. Venecia estaba empezando a romper con esa moda, pues Tiziano llevaba allí un par de décadas proponiendo la mancha, el empaste de pintura, como recurso expresivo, más allá de lo que representara la escena pintada. Sin saberlo, se estaba sembrando la semilla de la pintura moderna, la de los impresionistas, aquella en la que la jerarquía de lectura del cuadro propone que la expresividad del cómo se pinta tenga igual peso que su contenido narrativo.
Tintoretto es un pintor extremadamente irregular, capaz de tocar el cielo de los maestros de la historia en una obra y de demostrar en la siguiente tela la torpeza propia de un aprendiz. No calcula, solo ejecuta. Como fruto de su impaciente proceder, su arte incluye el concepto de duda, en oposición a la jerarquía piramidal y unidireccional que dictaban los florentinos, y eso lo hace contundentemente posmoderno, apreciable a nuestra mirada en el siglo xxi. Vivió con prisa, pintando sin medida, dejando inacabadas muchas zonas de sus telas, actitud que propició la incomprensión de la mayor parte de sus contemporáneos. Él seguramente no lo sabía, pero su pintura gestual y expresiva estaba abriendo una puerta de gran importancia para muchos artistas siglos después. No en vano sus pinturas presidieron la sala principal de la Exposición Internacional de Arte ILLUMInazioni, en el pabellón central de la Bienal de Venecia de 2011.
Tras la muerte de Tintoretto, tan solo El Greco tomó su testigo y lo desarrolló apropiadamente, sellando un cofre que tardaría doscientos cincuenta años en volver a abrirse, con Eugène Delacroix. Tintoretto fue arrinconado y su proyección postergada durante casi tres siglos. Barnett Newton, pintor abstracto y notable intelectual de la escuela de Nueva York, escribió que el salto evolutivo de la escuela veneciana en pintura —que terminó poco antes de 1600— fue tan grande, que se podría cambiar a capricho el orden cronológico de todos los pintores entre esa fecha y Delacroix (1830) sin apreciar alteraciones. Y es que el artista romántico francés retomó los valores de Tintoretto y El Greco, sobre todo la sensación de movimiento global de la escena, y les dio una nueva dimensión. Algo que reformularían después Van Gogh, Edvard Munch, etc.
La utilización de pinturas clásicas para mi investigación pictórica arrancó en 2005, con el Cristo en la Cruz de Velázquez, y siguió después con otros maestros, como Caravaggio, Tiziano, Guido Reni, Guercino, Tintoretto, Delacroix... Lo concibo como un ejercicio conceptual de apropiación. Una propuesta contradictoria, de homenaje y vandalismo a un tiempo. Con la lucha de contrarios como campo de juego, como planteamiento de base de todos y cada uno de mis cuadros, en los que enfrento la imagen figurativa a procesos de abstracción pura, la narratividad contra el gesto liberado, lo controlado contra lo arbitrario.
En mis series de variaciones de clásicos busco el motivo de mi cuadro dentro de un cuadro de otro artista. Metapintura. Me resulta inspirador apropiarme de una imagen con identidad propia, un código estético y un gusto que caducaron hace siglos, que nadie utilizaría para contar el mundo de hoy. Pintar una imagen del contexto real en el que vivo supondría un diálogo con mi entorno; sin embargo, utilizar una pintura de hace casi 500 años y repintarla es un posicionamiento entre el purismo y la endogamia. No pinto las emociones derivadas de una imagen de mi entorno sino que me nutro de las emociones que emanan de una imagen pictórica pretérita, de un código que ha creado otro y que poco o nada tiene que ver con mi época ni con mi modo de entender la existencia.
Construyo sobre la base de una actitud, la de repintar, en vez de pintar en tesitura romántica. Trato de evitar al dictador interno que desea dominar todas las fases de la producción de una pintura. Uso solo la piel de una pintura antigua, la primera capa; el estilo del Cinquecento, que explica una escena de modo figurativo. Intervengo después en la superficie con un gesto pictórico de naturaleza abstracta, casi de pintura de acción, ya sea con disolventes en los cuadros al óleo o con fuego en los dibujos al carbón. Como la alquimia, entendida en sentido metafórico, que utiliza el fuego como instrumento transformador, no destructor.
Borro imágenes, afirmándolas al tiempo que las elimino. Al difuminarlas caprichosamente con el disolvente, provoco que el azar intervenga en las decisiones de acabado del cuadro, enfatizando el aspecto líquido de la disciplina, tratando de respetar la dinámica de la naturaleza propia de los charcos de pintura. En ocasiones utilizo el rodillo como autoafirmación de la pintura, pero desde fuera de la cultura. Me resultan útiles los instrumentos de aquellos pintores que no proceden con un fin intelectual, como un pintor de paredes, que pinta igual que yo pero sin pretensiones intelectuales; solo llena una superficie de color, sin romanticismo, sin acto heroico de por medio. Ese es el germen de mi utilización del rodillo, casi siempre en blanco, de arriba abajo y de izquierda a derecha, exactamente igual que los pintores de paredes. Es un ejercicio de vaciado de contenidos emocionales, que refuerza la idea que la dimensión física de la pintura está más allá de la palabra, de los conceptos que sustentan las teorías artísticas; la simple conciencia de que pintar puede ser también el simple gesto humano, mecánico, de cubrir una superficie con pintura blanca para aligerar su pesantez. Del mismo modo que uno pinta de blanco las paredes de un piso al que acaba de mudarse para hacerlo suyo, como gesto de apropiación del espacio.
Pienso en la elaboración de los mandalas budistas. Procesos en los que varios artesanos invierten docenas y docenas de horas volcando ordenadamente pigmentos de colores —en un sanísimo ejercicio meditativo— hasta completar una imagen que después derramarán en el río, dejando caer todo el polvo colorido en el agua. Se consuma así un matrimonio con la naturaleza en el que absolutamente todo el sentido está en cómo se ha hecho, en la actitud y no en lo que se elabora, pues no hay resultado como testimonio de la acción.
En mis variaciones del Milagro de san Marcos liberando al esclavo no pinto santos ni esclavos, solo manchas de color en movimiento, mareas líquidas que se mueven a capricho sin tener en cuenta de qué modo están alterando o borrando la imagen previa. Lo que a nuestros ojos posmodernos hace mejor a Tintoretto comparado con cualquier otro pintor de su generación no es que fuera el primero en pintar a un hombre volando visto desde abajo (que lo fue), ni que pintase El Paraíso del Palacio Ducal, el cuadro más grande de todos los tiempos (que lo pintó), sino su componente de pensamiento abstracto, su comprensión de que la pintura, más allá de narrar historias, es un plano pictórico, ante el que podemos emocionarnos por la simple ordenación de sus manchas. Aunque intuyo que estaba más que preparado, por su época al bueno de Jacopo no le tocó ser un pintor abstracto. Sin embargo, si los artistas Barnett Newman y Jackson Pollock o el crítico de arte Clement Greenberg desarrollaron la teoría del plano pictórico en su dimensión exclusivamente física, donde se generan emociones no condicionadas o previstas por el pintor y que nada deben al mundo de las palabras o la representación de imágenes de la experiencia humana, es de justicia reconocer que Tintoretto fue el primero en intuir esa faceta de la pintura.
Jorge R. Pombo
ACTUALIZADO
el 01 jun de 2018
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