jueves, 19 de mayo de 2011

VICENTE BATTISTA

Entrevista a Vicente Battista
Por Javier García Crocco
Es el lugar de trabajo de Vicente Battista: una biblioteca, un escritorio pequeño pero contundente, libros, un cuadro, retratos, y su colección de pipas. 

Vicente, quiero empezar con algunas preguntas que me traje anotadas pero seguramente, las respuestas darán lugar a otras preguntas.  
Sí, que sea un diálogo —dice como para tranquilizarme.
¿Qué cualidades valorás al leer un texto? 
Esencialmente, su escritura.
¿Y de esa escritura qué es lo que rescatás  o qué es lo que resulta de tu agrado?
Bueno, mirá, hay como cierta magia interior en todo texto. Vamos a tomar un ejemplo. No, mejor dos. Uno puede ser Borges. ¿Qué es lo que nos fascina de Borges?  Su escritura, además su temática. Borges puede proponer todo un sistema filosófico en un cuento de seis, siete páginas.  Y todo eso lo consigue porque esencialmente tiene una manera de llevarte a través del texto con sus palabras, que son sus palabras, nunca mejor dicho. Borges no deja alumnos. A Borges o lo imitás y entonces sos un pobre imitador o lo empezás a entender desde la interioridad de su escritura y entonces sí pueden surgir alumnos. Miguel Briante, lamentablemente hoy no del todo recordado, sí supo leer a Borges y articular una escritura de enorme calidad, donde se advierte lo borgiano sin ser copia. Vayamos al otro ejemplo: Roberto Arlt. Del que no se puede decir que era un exquisito de la lengua o del idioma. Pero Roberto Arlt tenía una fuerza, una furia interior, que hacía que también, mágicamente, aquellos momentos más fuertes de sus novelas y cuentos estuviesen perfectamente escritos. Después, en los costados, podía tener alguna deficiencia, pero fue un gran escritor. Me pasa cuando leo originales para un concurso, de pronto encuentro un texto que tiene defectos técnicos, pero por la manera de ofrecerlo, de darle fuerza —algo que está más allá de las  enseñanzas académicas— me doy cuenta de que ahí hay un escritor. Y quizás otro que aparece correctamente escrito, como yo digo: sujeto, verbo y predicado, está muy bien, pero falta literatura. La síntesis de todo eso puede ser, a mi criterio, un Juan Rulfo. No sé si estoy respondiendo tu pregunta.
No, sí. Me gustaría que me digas si en un texto te agradan o desagradan los adverbios por ejemplo, o la rima, etc.
Eso tiene que ver la mecánica de la escritura y también con los estilos, con los géneros. Yo soy un admirador de Faulkner pero leo con más agrado a Hemingway. Por poner dos norteamericanos, dos premios Nobel, dos grandes escritores. ¿Por qué me sucede esto? Porque mi escritura se parece más a la de Hemingway. Yo no soy un lector de Proust, uno de los grandes autores del siglo XX. Sin embargo, las novelas que constituyen “En busca del tiempo perdido” me apasionan menos que el “Ulises”, de Joyce. La gran literatura barroca, como ya habrás comprendido, no es una de mis devociones. Recuerdo que cuando Cortazar habló maravillas de Lezama Lima y de “Paradiso”, corrí  a las librerías a comprarlo. Lo había editado Daniel Divinsky, lo tengo todavía ahí. Confieso haber leído sólo un poco más que medio centenar de páginas. Borges me justificó, el decía que si un texto no te entra, no te esfuerces. No es culpa de Lezama Lima, sin duda es un escritor enorme.
Estamos hablando de gustos literarios. ¿Cómo sería la novela que te gustaría escribir? 
Normalmente, la que estoy escribiendo es la que me gusta escribir. Suelo decirle a los participantes de los talleres que escriban con la seguridad de que están produciendo la obra más importante en toda la historia de la literatura. Lo terrible es que luego del punto final te lo sigas creyendo. Al menos, es lo que me sucede a mí. Aquello que me había parecido perfecto, comienza a dejar de serlo no bien comienzo a corregirlo. En realidad, siempre prensé que escribir es corregir. Corregir es cortar. Y así llego al texto que no es perfecto, porque no existe el texto perfecto. Si lo fuera, sería la escritura de Dios y para eso tendríamos que aceptar su existencia y ahí ya entraríamos en otro terreno.
Es conocido tu gusto o inclinación por el género policial.
Sí, me han rotulado y yo me dejo rotular. Pero sí un género que me gusta y, creo, conozco bien. Sobre todo la llamada literatura Negra. Las novelas de Agatha Christie o los cuentos de Conan Doyle me gustan, pero como mero entretenimiento. En cambio, cuando entro en Hammett, en Chandler, en Jim Thompson, para apenas dar tres ejemplos, ya estamos frente a un verdadero trabajo de escritura. Ahí la violencia está dada por el texto. Entre los cultores del género enigma y el género negro, hay un escritor que admiro y envidio: George Simenon. No solamente por Maigret sino por sus novelas en general. Maigret es la síntesis de la novela policial de enigma y del policial negro: el comisario tiene la caballerosidad y la ética de los detectives privados, de Poirot o de Sherlock Holmes, cuenta con la astucia para resolver casos de enigma y, por otro lado, maneja los códigos de los detectives de la novela negra: conoce los códigos de los bajos fondos, sabe cómo llegar al delincuente siguiendo los pasos que articulara el fundador del género. Me refiero a Edgar Poe, por supuesto. Recordemos “La carta robada”. ¿Qué es lo que hace Dupin? Muy simple: se pone en el lugar del otro, primero lo estudia a fondo y de inmediato piensa de qué modo habrá procedido, así llega a la resolución del caso. El comisario Maigret es un genuino heredero del caballero Dupin; en definitiva, ambos actúan en París.
¿Cómo te formaste? 
Y de a poco... (se ríe).
Es más, aún te estás formando, ¿no? —digo a manera de chiste.  
Sí, es cierto. Haydn que murió de viejo (algo infrecuente en aquellos tiempos), y dicen que antes de morir dijo: “Diablos ahora que empecé a conocer los secretos del clarinete me tengo que morir”. Uno está formándose permanentemente, como supongo le pasará a la mayoría de los escritores. No sé. Es como la pregunta de por qué escribís. No tengo la menor idea. Ni siquiera tengo la excusa de decir que provengo de una familia de intelectuales. Mi padre era carpintero y mi madre ama de casa. En casa recuerdo que había un solo libro, el de Doña Petrona, que estaba en la cocina. Además como mi padre no profesaba ninguna religión, era socialista, ni siquiera había una Biblia. Pero a mí, e ignoro por qué, siempre me interesaron los libros. Me acuerdo que de muy chico iba  a la casa de un amigo. El padre de mi amigo tenía una gran biblioteca, yo, impresionado, miraba en silencio los libros que guardaba. ¿Ves este escritorio? me lo hizo mi padre. Una de las primeras cosas que le pedí fue que me hiciera una biblioteca. Entonces yo era un jovencito que aún no escribía. Y la fui llenando de libros a mi gusto: Shakespeare se mezclaba con Salgari, ambos me gustaban, Carezco de estudios terciarios, y dejé a medio camino los secundarios, soy una especie de autodidacta. Fui leyendo, hasta que un día, sin dejar de leer, comencé a escribir y en eso sigo. Considero que uno escribe siempre,  aunque no esté escribiendo. A vos te pasará. Escribís un cuento y mientras dura ese proceso no dejás de pensar en ese cuento, con una novela también sucede algo parecido.
¿Cómo se da en vos el proceso de maduración de un texto y la prisa por escribirlo o el apuro por la publicación?
Siempre separo el periodismo de la literatura. Dos disciplinas diferentes. La nota periodística está sujeta a un espacio dado por la cantidad de palabras; a un tiempo, el que te dan para entregarla; y, en muchos casos, a un tema. Si no cumplís con esas exigencias la nota no se publica. Con la literatura pasa todo lo contrario. No tenés ni espacio, ni tiempo, ni tema. Es decir, que escribís lo que se te ocurre, te tomás el  tiempo y le das el espacio que quieras.
Sos completamente libre...
En torno al concepto de libertad podríamos estar hablando horas. Podríamos hablar de la libertad que tenemos, en tanto sujetos, para obrar de una y otra manera, ¿pero de sujetos en qué condiciones? Mi libertad es diferente a la de un esclavo. En aquella célebre obra de teatro, “La zorra y las uvas”, Esopo mediante el suicidio se siente libre, yo, honestamente, jamás jugaría esa carta porque sería libre pero, esencialmente, dejaría de ser. Eugéne Delacroix, en su menos célebre cuadro, le dio forma de mujer, con los pechos al aire y sosteniendo a la bandera francesa en su mano derecha. En este caso se trata de la libertad colectiva, producto de una revolución que, para mayor dato, incorporó la palabra Libertad en su consigna y la transformó en un derecho inherente a la totalidad de los seres humanos. Claro que será diferente la idea que un anarquista tenga de la libertad de la idea que pueda tener un señor feudal o su correlativo en este siglo, y corto aquí porque, como te dije, podríamos hablar durante horas. Sí, me siento libre a la hora de escribir. Te puedo contar lo que me pasó con mi última novela, “Cuaderno del ausente”, que editó Ateneo. Les interesaron los borradores que habían leído y me pusieron un plazo para entregarla. La razón es que pensaban presentarla en la Feria del libro. Se trataba de una elección, tenía la libertad de hacerlo o no. Elegí hacerlo. Les dije que iba a ponerme a trabajar en la corrección, aunque no garantizaba cumplir con la fecha. Fue como un desafío. Trabajé a full y la entregué en fecha. Debo admitir que tenía el apoyo de la editora que, amablemente, cariñosamente, se tomaba la libertad de enviarme mail tras mail preguntándome cómo iba el trabajo. En aquellos días pensé en Simenon, capaz de escribir una novela en un par de semanas. ¿Entendés ahora por qué dije que lo envidio?
Cuando corregís ¿cuánto pensás en el lector?
Todo el tiempo pienso en el lector. Lo que pasa es que “el lector” es una figura casi fantasmal. Yo pienso en mí, debe seducirme a mí, y en ese momento, yo soy el otro, soy el lector. Corregir es quitar ripios, eliminar esas aclaraciones que sobran, corregir es dejar el misterio. Si al lector le decís, pasó por esto, por esto y por esto, el personaje hizo esto, esto y esto, le estás dando un programa de televisión. En cambio si vas contando una historia, pero en la historia no se cuenta todo, hacés que el lector participe. Yo creo que la síntesis de eso, yo lo intenté y espero haberlo logrado, es “Gutiérrez, a secas” Ahí, habrás visto, la novela está contada por un narrador aparentemente omnisciente como lo eran los del siglo XVIII y XIX y, sin embargo, hay cosas que él no sabe. Hay momentos en las que dice, bueno, esto habría que preguntárselo a Gutiérrez.  Es decir, el narrador cuenta hasta lo que sabe. Lo otro lo deja a criterio de las deducciones del lector.
¿Se podría hablar de una ética entre el escritor y el lector?  
Sí. Yo creo que sí. Hace una rato hablábamos del policial. Sobre todo en el policial clásico, de enigma, el inglés aunque lo haya inventado un norteamericano, hay un código ético. En ese policial, el asesino no puede aparecer de golpe en el último capítulo, porque estarías engañando al lector. El asesino tiene que estar al principio. Por ejemplo si yo doy una cantidad de datos y después digo: “ah, no, todo era un sueño”, estoy engañando al lector. Hay una vieja película, “La mujer del cuadro”, dirigida por Fritz Lang y protagonizada por Edward G. Robinson, que habla de un hombre de familia, de conducta intachable, que en una galería de arte que está junto al hotel en el que está por negocios, ve el cuadro de una mujer bellísima y sugestiva. Más tarde, baja en la mitad de la noche a comprar cigarrillos y ahí se le presenta la misteriosa mujer del cuadro, de carne y hueso. Así, el tipo se ve envuelto en una situación gansteril, hay un asesinato, etcétera y uno va siguiendo la historia con toda pasión, quiere saber cómo terminará. El final te defrauda. ¿Por qué? Nada de lo que hasta ahí había visto era cierto, se trataba de un sueño: el tipo se había quedado dormido.
¿Qué influencia del cine ves hoy en la literatura? 
Creo que los escritores tenían una visión cinematográfica aún antes de que los Lumière inventaran el cine. Basta con leer a Stendhal, a Balzac, para darte cuenta de que hacen descripciones que son absolutamente cinematográficas. Bueno, alguien podría decir que ya estaba el teatro, pero el teatro no trabaja con grandes paisajes, con largas calles oscuras, con esas escenas que sólo podés encontrar en la literatura… o en el cine. Fijate que se da una cosa bastante interesante ya que estamos hablando de esa película de Fritz Lang, es de 1944, vayamos unos diez años más atrás todavía. Cuando el cine se hace sonoro, parlante, vienen una serie de películas que con justicia hoy están en el olvido. ¿Qué pasó? Pasó que en esas películas que eran dramas o historias románticas, los guionistas ante la posibilidad del sonido hacían hablar más de la cuenta a los personajes. Contemporáneo a esas películas se hicieron películas policiales. Y esas películas policiales de los años 30 siguen vigentes. Te puedo nombrar “Scarface”, por ejemplo. ¿Cuál es el secreto? El secreto es que tienen guiones escritos por autores de policiales. Un género que requiere frases cortas y pocas palabras. Por lo que este tipo de cine tiene más actualidad y vigencia que aquellas películas que se perdieron en palabras.
¿Pensás que hay como una nueva literatura en la argentina? 
Yo creo que toda literatura siempre es nueva. Hay autores... ahora que se habla tanto de Vargas Llosa y su premio Nobel, hay autores que, más o menos,  se han quedado en el tiempo. Vargas Llosa puede ser un caso. Su literatura se acerca más a la de los años sesenta, no? Y después no revolucionó más. Es una escritura más bien tirando a clásica. A mí me interesa lo que sea ruptura, pero adhiero a lo que decía, con toda justicia, Picasso: “antes de romper la mano, hay que saber dibujarla” O sea, hacé poesía libre pero no estaría mal que, además, supieras escribir un soneto. Rompé las medidas, pero primero sabé usarlas. Porque cuando te encontrás con cierta literatura que es pura ruptura y que no entendés nada, porque de eso se trata, bueno, no, no estoy de acuerdo. Antes cité “Ulises”, la novela tiene una lógica interna perfecta. Pero de pronto aparecen libros que no tienen ninguna lógica interna que son un conglomerado de palabras. Se dio en algún momento ese tipo de literatura acá, tal vez se siga dando, no sé. Responden a una lógica que dice: “como no hay ninguna historia para contar, yo no cuento historias y lo que hago es tirar palabras...” Y bueno, tiralas. Yo creo que hay muchas historias para contar. Quizá, todo es la misma historia, pero la cosa está en cómo la cuentes. A mí contame una historia. Ya sea la historia de Bloom caminando por las calles de Dublín, o la historia de Sandokán tratando de recuperar a su querida Mariana.
Me parece que en todo estos conceptos hay un común denominador que es el placer. 
Sí. El placer por la lectura y por la escritura. Leer en principio tiene que causar gozo. Y lo mismo cuando estás escribiendo. Cuando escribís estás en el mejor de los mundos.      
          
info@lamaquinadeltiempo.com


2 comentarios:

  1. Un día después

    de Vicente Battista


    Miré una vez más la foto: un rostro juvenil, de ojos grandes, labios sensuales y pelo agresivamente negro. Era una belleza insolente, a mitad de camino entre la inocencia y la perversidad.
    - ­Se llama Mercedes Gasset y va a estar en el hotel Los Faraones, el sábado, al mediodía.
    Asentí con un movimiento de cabeza. Me entregaron el cincuenta por ciento de lo pactado y el pasaje de ida y vuelta. Dijeron que confiaban en mi, que el resto lo recibiría al final del trabajo. Asentí otra vez y pregunté si habían pensado en un sitio en especial. Uno de ellos dijo que la Cueva de los Verdes podría ser el lugar adecuado y agregó que no me costaría mucho llevarla hasta ahí. Realmente me tenían confianza. Supe que era hora de despedirse. En un par de días tendría que volar a Lanzarote para encontrarme con Mercedes Gasset.
    El vuelo fue tranquilo, debí soportar un compañero de asiento que había resuelto mitigar su soledad, o el miedo a las alturas, contándome el encanto de las Islas Canarias. Le concedí un par de aprobaciones y simulé un sueño reparador. No me interesaban las islas y jamás había estado en Lanzarote, sólo tenía una vaga referencia por un cuento, o cierto capítulo de novela, en donde un hombre se encontraba con una mujer joven, para disfrutar del fin de semana. También yo iba a encontrarme con una mujer joven, pero no iba a disfrutar del fin de semana; iba a matarla.
    La vi en el lobby del hotel. Se paseaba de un lado a otro, indecisa; aunque no parecía buscar a nadie. Finalmente se acercó a la barra y pidió un vaso de leche fría. El azabache de su pelo resultaba más inquietante que en la fotografía.
    - ­No es el mejor modo de combatir la ansiedad ­dije.
    Me miró; sonrió levemente.
    ­- ¿Quién le ha dicho que estoy ansiosa?
    - ­No hay más que verte.
    ­- ¿Psicólogo?
    - ­Curioso.
    Habíamos roto las barreras. Dijo que se llamaba Patricia; por alguna razón ocultaba su nombre, debía cuidarme. Dijo que era madrileña.
    ­Uruguayo­mentí.
    Establecidas las reglas del juego, entretuvimos la tarde hablando tonterías.
    ­- Si me prometés cambiar la leche por un Rioja digno de nosotros -dije-, esta noche cenamos juntos.
    - ­¿Y si no?­- preguntó.
    - ­Nos encontraríamos para el café.
    ­ -Ya no tengo ansiedad ­dijo y volvió a sonreír­. A las nueve, aquí mismo.
    La vi marcharse. Esa muchacha me gustaba más de la cuenta; mi oficio prohíbe ese tipo de gustos. Pensé que un whisky doble expulsaría el mal sentimiento, lo bebí de un trago, pero la muchacha me seguía gustando. Miré la hora, faltaban unos minutos para las siete. Acaso dormir ayudaría. Pedí la llave de mi habitación y ordené que me llamaran a las ocho y media.
    Fue puntual, virtud infrecuente en las mujeres jóvenes y bonitas. Caminaba con estudiada despreocupación, usaba un vestido de tela liviana que le acentuaba las formas. Tuve la fantasía de que algunas horas después se lo iba a quitar.(...)

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  2. ­- Magnífica­ - dije por todo saludo y llamé al barman. Dijo que no iba a beber. Le recordé la promesa; agregó que sólo bebería vino, durante la comida. Parecía una niña obediente; fuimos hacia la mesa.
    Elegimos una exquisita carne de ternera, rociada con salsa de champiñones y acompañada de arroz blanco. Supe que en la bodega del hotel había Vega Sicilia y no vacilé: iba a ser su última cena; merecía el mejor de los vinos. Lo gozamos hasta la última gota y sirvió para recrear nuestras mentiras. Dijo que estaba en la isla con el propósito de recoger material para un futuro trabajo acerca de la identidad canaria. Quiso saber de mí. Me inventé una profesión liberal y un desengaño amoroso, dije que no quería hablar ni de una cosa ni de la otra. A la hora del café y el coñac, le confesé que me gustaba más de la cuenta y por primera vez, a lo largo de la noche, estaba diciendo la verdad.
    Decidimos que fuese en mi cuarto. Estábamos de pie, junto a la cama y sólo nos iluminaba la luna; se oía el ruido del mar, pero ni la luna ni el mar me importaron: toda mi atención estaba en ese cuerpo magnífico, sin una sola mentira. La comencé a desnudar, con la devoción que se pone en los grandes ritos. Me detuve en sus pechos, pequeños y armoniosos, y los besé lentamente; un imperceptible quejido y el minúsculo vibrar de su piel me hicieron comprender que no había errado el camino. Ahí me quedé. Buscó mi sexo y al rato estábamos desnudos sobre la cama. Cada vez me gustaba más y ella se encargaba de fomentarlo: se acostó sobre mí y me cubrió con una ternura indescriptible, hasta que llegó el momento de las palabras entrecortadas y los pequeños gritos. Era una pena quitar al mundo a una muchacha así; la abracé casi con cariño. Se quedó dormida de inmediato. Estuve mucho tiempo mirando el techo y pensando en esas desarmonías, ajenas a uno, que lamentablemente no tienen arreglo. Recordé a De Quincey: "Si alguien empieza por permitirse un asesinato pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente".
    Un par de horas más tarde ella abrió los ojos y me dijo algunas cosas que ahora prefiero olvidar. Le pregunté si conocía la Cueva de los Verdes y le propuse una excursión a la mañana siguiente. Dijo que sí. No sabía que estaba firmando su sentencia de muerte.
    Un simple estuche de máquina fotográfica fue el refugio ideal para la Beretta 7,65, con silenciador incluido. Tomé un café sin azúcar, de camino a la cueva de los verdes. Habíamos decidido encontrarnos ahí a las diez de la mañana. La descubrí mezclada con un contingente turístico. Seguimos al guía y nos enteramos de que estábamos ingresando en una cueva que, trescientos años atrás, había construido la lava volcánica. Era un túnel que se prolongaba por kilómetros y kilómetros y del que apenas se habían explorado algunos miles de metros.
    - ­Alguna vez fue refugio de los guanches -­ dijo Mercedes a media voz.(...)
    campus.almagro.ort.edu.ar corresponde al libro "El final de la calle" Emecé 1992

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