BAUDELAIRE / JARDINERO DEL MAL
Jardinero del mal
El sello de la Universidad chilena Diego Portales publica Mi corazón al desnudo y otros escritos íntimos, de Charles Baudelaire (1821-1867), con traducción y prólogo del autor argentino Alan Pauls. Una aproximación al más moderno de los escritores modernos.
Michel Leiris, en el prólogo a Baudelaire, de Jean-Paul Sartre, adelantaba que ese texto iba a ser la introducción de los Escritos íntimos del célebre autor de Las flores del mal; Sartre, más que en un ensayo, arremete en una semblanza, casi una biografía, basada en su correspondencia y en sus textos para explicar el fenómeno Baudelaire: “Aquel perverso adoptó de una vez por todas la moral más vulgar y rigurosa, aquel refinado frecuenta las prostitutas más miserables, el gusto por la miseria es lo que lo retiene junto al flaco cuerpo de Louchette”; o bien: “Lanzó invitaciones al viaje, reclamó destierros, soñó con países desconocidos, pero vacilaba seis meses antes de marcharse a Honfleur [norte de Francia]”.
Su madre, cuenta Sartre, enviudó cuando él tenía 6 años y al año siguiente contrajo matrimonio e internó al joven poeta en un colegio, marcándolo definitivamente al descubrir “con vergüenza que es uno, que ha recibido la existencia para nada”. De adulto escribió: “Cuando se tiene un hijo como yo uno no vuelve a casarse”. Cree que ha sido condenado a la soledad y quiere que esa condena sea definitiva, para toda la vida. Pese a esta soledad procura andar siempre acompañado. Y en esa soledad acompañada afirmará su singularidad sobre el resto, singularidad que lo hará inclinarse sobre sí mismo, observa Sartre, como un Narciso: “Pretextos, reflejos, pantallas, los objetos jamás valen por sí mismos y no tienen otra misión que la de darle la oportunidad de contemplarse mientras los ve”. Sin embargo esa singularidad es incapaz de verla, sólo vale para el resto, cosa que lo exaspera: “Ve tan bien lo que constituye la singularidad del general Aupick o de su madre, ¿cómo no tiene el goce íntimo de su propia originalidad?”. Hasta los 24 años Baudelaire fue un joven burgués mantenido por su familia. Es un inútil, y ser alguien útil le parece horrible: se da cuenta de que la vida es un juego, pero no es un ludópata, sino alguien incapaz de tomarse nada en serio: juega por jugar, no para ganar ni perder. Es decir no se queda quieto, actúa, obra, aunque “como una sucesión infinita de empresas instantáneas… como proyectos que mueren apenas aparecen”; Sartre aquí se refiere, entre otras cosas, a sus proyectos literarios que arrastró veinte años consigo, “sin llevarlos nunca a término”.
Alan Pauls, en el prólogo de Mi corazón al desnudo y otros escritos íntimos, escribe sobre el carácter inacabado de estos escritos: “En su prosa sin convicciones –prosa de farsante–, las cosas nunca terminan, nunca tienen por qué terminar, existen y persisten precisamente en las lagunas que hacen visible lo lejos que están de cerrarse”. Esta versión de Ediciones UDP, a diferencia de otras que incluían solamente el texto homónimo y Cohetes, tiene además Años de Bruselas y el ensayo El pintor de la vida moderna (cuya traducción, hecha por el mismo Pauls, ya estaba disponible en Argentina en El gran libro del dandismo, editado por Mardulce). Podría decirse que el único que se presenta como texto acabado es este último, dedicado al ilustrador de la vida moderna Constantin Guys, en quien Baudelaire ve al pintor moderno del siglo XIX; es en este texto donde define lo que entendía por modernidad, esto es “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable”. Para Pauls, con sus textos íntimos, además de haber inventado el “diario íntimo en ruinas y el yo autobiográfico de comedia”, inventó la idea barthesiana de que “no hay belleza sin imperfección, sin fugacidad, sin punctum histórico”.
Silvio Mattoni, poeta y traductor que este año dio un seminario sobre Baudelaire en la Universidad Nacional de Córdoba, no duda en agregar que es “el inventor de la poesía tal cual la conocemos, no expresiva ni mitológica, ni romántica ni clásica, y que podríamos llamar ‘constructiva’”, pero no sólo eso, porque además creó “el lugar común del poeta urbano, maldito, solitario y paroxístico”. Una de las razones por las que Alan Pauls afirma que se trata de poemas inacabados es que Baudelaire, como bien explica Mattoni, trabaja con “la forma ruinosa de la alegoría”; en este sentido era consciente de que “la poesía en el presente tiene dificultades para ser leída, se ha vuelto imposible. Y se dedicó a profundizar esa grieta, que a fin de cuentas es el último refugio de un lenguaje no instrumentalizado, vivo, intensificado por el cuerpo mortal que lo pronuncia”. Se trata, por así decirlo, más que de una forma ruinosa de una poesía en ruinas. Quizá por eso sus versos recuerdan “lo que se pierde, a los vencidos, a los que nunca podrán leerlo”. Baudelaire resulta entonces imprescindible para entender la modernidad: Walter Benjamin y su libro El París de Baudelaire, pero también Foucault, Agamben o Félix de Azúa son una muestra de ello.
Esta ruina también puede verse en su propia vida. Tal como se consigna en El origen del narrador: actas completas de los juicios a Flaubert y Baudelaire (Mardulce), en 1857, durante el Segundo Imperio Francés, un fiscal demandó por ofensas a la moral pública y a la religión a Flaubert por Madame Bovary y a Baudelaire por Las flores del mal. Flaubert fue absuelto, pero Baudelaire, si bien corrió la misma suerte en lo referido al delito de ofensa a la moral religiosa, al final fue declarado culpable por ofensa a la moral pública, que se tradujo en el pago de una multa de 300 francos y a la “supresión de las piezas que llevan los números 20, 30, 39, 80, 81 y 87 de la compilación”. Durante su juicio, que siguió al de Flaubert, ambos autores iniciaron una correspondencia. Antes que ellos los hermanos Gouncurt también había sido llevados a juicio y escribieron en un ar-tículo periodístico: “Es verdaderamente curioso que sean los cuatro hombres más puros del oficio y todo industrialismo, las cuatro plumas más enteramente dedicadas al arte, las que hayan sido citadas ante los bancos de la policía correccional”.
Uno de los rasgos que más llaman la atención de Mi corazón al desnudo es la apelación, sin por eso ser contradictorio, a una moral rigurosa y a la reiteración de la figura de la prostitución. Baudelaire se expone, pero también la pone, paga por eso, para no estar solo, y encuentra en eso nobleza y arte. Apenas comenzar hace una pregunta retórica que define esto: “¿Qué es al arte? Prostitución”. Estos poemas, si bien son autobiográficos, giran en torno a reflexiones mucho más profundas que la propia de Baudelaire: la belleza, por ejemplo, es algo que lo convoca a afirmar que “lo inesperado, la sorpresa, el asombro, son una parte esencial y característica de la belleza”. Y también algunas ideas sobre la divinidad: “Dios es un escándalo –un escándalo que rinde”. O bien descender a la cotidianeidad de las cuentas: “Jeanne, 300; mi madre, 200; yo, 300. 800 francos por mes. Trabajar desde las seis de la mañana, en ayunas, hasta el mediodía. Trabajar a ciegas, sin objetivo, como un loco”. O analizar las condecoraciones que entrega el Estado: “Aceptar ser condecorado es reconocerle al Estado o al príncipe el derecho a juzgarte, ilustrarte, etc.”. Tampoco podía faltar la política: “Política. No tengo convicciones –tal como las entiende la gente de mi siglo– porque no tengo ambiciones”. Baudelaire ensaya todas las facetas de una persona: filósofo, politólogo, creyente, laburante, ciudadano, varón y poeta. Todo está en estos escritos, incluso los grandes oficios que enmarcan esta visión: “Sólo hay tres seres respetables: el sacerdote, el guerrero, el poeta. Saber, matar y crear”. Y dentro de esto mismo: “El hombre de letras es el enemigo del mundo”.
¿Pero pudo esta visión de la vida y de la literatura influir en una generación de jóvenes argentinos? Gustavo Alvarez Núñez, autor de Vidas epifánicas y ensayista de cultura pop, cree que para quienes llegaron a la literatura a través de la música, a través de un puente establecido por Spinetta en el álbum Artaud, “adentrarnos en el mundo de los poetas malditos fue una obligación”. En esos años de “una primavera oscura”, la poesía fue un refugio para una mirada agria del mundo. En ese contexto, el “malditismo” de Baudelaire, que encarnaba “lo abyecto, el hedor, la escoria”, ayudó a consolidar esta mirada rockera argentina. Fue tal la influencia que tuvo sobre Alvarez Núñez que, cuando formó otro grupo de rock, le puso Spleen “porque detrás de la cita a una de las siete partes de Las flores del mal (“Spleen et ideal”), seguía el cosquilleo de que la búsqueda de la belleza estaba más cerca del esplendor del hastío (casi de carácter afirmativo, la melancolía como fuerza productiva y no como contemplación burguesa) que del regocijo de las formas perdidas o la nostalgia de lo que podría haber sido”.
Spleen o ese estado de melancolía de la que habla Alvarez Núñez está más vivo que nunca en París, sobre todo después de los atentados de noviembre pasado, aunque como explica la escritora argentina Ariana Harwicz, que reside en las afueras de la ciudad hace varios años, esta concepción de París se hizo patente cuando Baudelaire fue testigo de “la desaparición de la ciudad tal como la conocían, la destrucción de sus barrios medievales, la París tal como la habían amado no estaba más, esos cambios exaltaron el spleen del poeta y lo volvieron cómplice de todos los huérfanos, exiliados y víctimas del mundo moderno”. En la época en que están fechados estos escritos íntimos, Baudelaire comparaba la ciudad con aquella otra ciudad de hacía veinte años y se dio cuenta de que aquella ciudad distinguida y elegante había dado paso al caos de las masas en las ciudades democráticas. París cambia, pero su melancolía o spleen permanece intacta, percibió Baudelaire. París, lee bien Harwicz, como “ciudad modernizada de gritos infernales, una ciudad apocalíptica y satánica”. Hoy esos gritos infernales se escucharon en Bataclan, después de los atentados terroristas que volvieron la atmósfera de la ciudad “irrespirable de tensión y ansiedad, de lo no dicho, del miedo”. Así y todo cada generación ha reinventado la poesía de Baudelaire y también la ciudad, como si fueran una sola cosa, y espera que esto no cambie: “Baudelaire y París en el siglo XXI posmasacre de Bataclan son inclasificables e irreductibles. Las víctimas del mundo moderno siguen ahí, en las terrazas y en los bulevares, en las periferias”.
De este modo Baudelaire es modernidad, es París, es poesía tal como la concebimos hoy, es una nueva concepción de belleza, pero también es la posibilidad desde la nada, desde su marginalidad, de dar una lucha contra el canon de las letras francesas: cuestionó a Molière (“[Tartufo] no es una comedia sino un panfleto”), a George Sand (“Tiene el famoso estilo fluido caro a los burgueses”), escribió que se aburría en Francia, porque “todo el mundo se parece a Voltaire”. Por otro lado, admiró a Rousseau, a Flaubert y tradujo al francés a Poe, propiciando una reconfiguración del canon de esa literatura. En lo personal, odió el periodismo y sintió un fuerte racismo hacia los belgas y hacia los judíos (“Organizar una hermosa conspiración para exterminar la raza judía”) en una época donde el racismo no era algo raro en Europa, sobre todo entre las clases ilustradas. Y planteó la inmortalidad de la forma: “Toda forma creada, incluso por el hombre, es inmortal. Pues la forma es independiente de la materia, y no son las moléculas las que la constituyen”. Como salta a la vista, esta nueva edición de Mi corazón al desnudo y otros escritos íntimos y el propio Baudelaire parecen ser más actuales que nunca.
Su madre, cuenta Sartre, enviudó cuando él tenía 6 años y al año siguiente contrajo matrimonio e internó al joven poeta en un colegio, marcándolo definitivamente al descubrir “con vergüenza que es uno, que ha recibido la existencia para nada”. De adulto escribió: “Cuando se tiene un hijo como yo uno no vuelve a casarse”. Cree que ha sido condenado a la soledad y quiere que esa condena sea definitiva, para toda la vida. Pese a esta soledad procura andar siempre acompañado. Y en esa soledad acompañada afirmará su singularidad sobre el resto, singularidad que lo hará inclinarse sobre sí mismo, observa Sartre, como un Narciso: “Pretextos, reflejos, pantallas, los objetos jamás valen por sí mismos y no tienen otra misión que la de darle la oportunidad de contemplarse mientras los ve”. Sin embargo esa singularidad es incapaz de verla, sólo vale para el resto, cosa que lo exaspera: “Ve tan bien lo que constituye la singularidad del general Aupick o de su madre, ¿cómo no tiene el goce íntimo de su propia originalidad?”. Hasta los 24 años Baudelaire fue un joven burgués mantenido por su familia. Es un inútil, y ser alguien útil le parece horrible: se da cuenta de que la vida es un juego, pero no es un ludópata, sino alguien incapaz de tomarse nada en serio: juega por jugar, no para ganar ni perder. Es decir no se queda quieto, actúa, obra, aunque “como una sucesión infinita de empresas instantáneas… como proyectos que mueren apenas aparecen”; Sartre aquí se refiere, entre otras cosas, a sus proyectos literarios que arrastró veinte años consigo, “sin llevarlos nunca a término”.
Alan Pauls, en el prólogo de Mi corazón al desnudo y otros escritos íntimos, escribe sobre el carácter inacabado de estos escritos: “En su prosa sin convicciones –prosa de farsante–, las cosas nunca terminan, nunca tienen por qué terminar, existen y persisten precisamente en las lagunas que hacen visible lo lejos que están de cerrarse”. Esta versión de Ediciones UDP, a diferencia de otras que incluían solamente el texto homónimo y Cohetes, tiene además Años de Bruselas y el ensayo El pintor de la vida moderna (cuya traducción, hecha por el mismo Pauls, ya estaba disponible en Argentina en El gran libro del dandismo, editado por Mardulce). Podría decirse que el único que se presenta como texto acabado es este último, dedicado al ilustrador de la vida moderna Constantin Guys, en quien Baudelaire ve al pintor moderno del siglo XIX; es en este texto donde define lo que entendía por modernidad, esto es “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable”. Para Pauls, con sus textos íntimos, además de haber inventado el “diario íntimo en ruinas y el yo autobiográfico de comedia”, inventó la idea barthesiana de que “no hay belleza sin imperfección, sin fugacidad, sin punctum histórico”.
Silvio Mattoni, poeta y traductor que este año dio un seminario sobre Baudelaire en la Universidad Nacional de Córdoba, no duda en agregar que es “el inventor de la poesía tal cual la conocemos, no expresiva ni mitológica, ni romántica ni clásica, y que podríamos llamar ‘constructiva’”, pero no sólo eso, porque además creó “el lugar común del poeta urbano, maldito, solitario y paroxístico”. Una de las razones por las que Alan Pauls afirma que se trata de poemas inacabados es que Baudelaire, como bien explica Mattoni, trabaja con “la forma ruinosa de la alegoría”; en este sentido era consciente de que “la poesía en el presente tiene dificultades para ser leída, se ha vuelto imposible. Y se dedicó a profundizar esa grieta, que a fin de cuentas es el último refugio de un lenguaje no instrumentalizado, vivo, intensificado por el cuerpo mortal que lo pronuncia”. Se trata, por así decirlo, más que de una forma ruinosa de una poesía en ruinas. Quizá por eso sus versos recuerdan “lo que se pierde, a los vencidos, a los que nunca podrán leerlo”. Baudelaire resulta entonces imprescindible para entender la modernidad: Walter Benjamin y su libro El París de Baudelaire, pero también Foucault, Agamben o Félix de Azúa son una muestra de ello.
Esta ruina también puede verse en su propia vida. Tal como se consigna en El origen del narrador: actas completas de los juicios a Flaubert y Baudelaire (Mardulce), en 1857, durante el Segundo Imperio Francés, un fiscal demandó por ofensas a la moral pública y a la religión a Flaubert por Madame Bovary y a Baudelaire por Las flores del mal. Flaubert fue absuelto, pero Baudelaire, si bien corrió la misma suerte en lo referido al delito de ofensa a la moral religiosa, al final fue declarado culpable por ofensa a la moral pública, que se tradujo en el pago de una multa de 300 francos y a la “supresión de las piezas que llevan los números 20, 30, 39, 80, 81 y 87 de la compilación”. Durante su juicio, que siguió al de Flaubert, ambos autores iniciaron una correspondencia. Antes que ellos los hermanos Gouncurt también había sido llevados a juicio y escribieron en un ar-tículo periodístico: “Es verdaderamente curioso que sean los cuatro hombres más puros del oficio y todo industrialismo, las cuatro plumas más enteramente dedicadas al arte, las que hayan sido citadas ante los bancos de la policía correccional”.
Uno de los rasgos que más llaman la atención de Mi corazón al desnudo es la apelación, sin por eso ser contradictorio, a una moral rigurosa y a la reiteración de la figura de la prostitución. Baudelaire se expone, pero también la pone, paga por eso, para no estar solo, y encuentra en eso nobleza y arte. Apenas comenzar hace una pregunta retórica que define esto: “¿Qué es al arte? Prostitución”. Estos poemas, si bien son autobiográficos, giran en torno a reflexiones mucho más profundas que la propia de Baudelaire: la belleza, por ejemplo, es algo que lo convoca a afirmar que “lo inesperado, la sorpresa, el asombro, son una parte esencial y característica de la belleza”. Y también algunas ideas sobre la divinidad: “Dios es un escándalo –un escándalo que rinde”. O bien descender a la cotidianeidad de las cuentas: “Jeanne, 300; mi madre, 200; yo, 300. 800 francos por mes. Trabajar desde las seis de la mañana, en ayunas, hasta el mediodía. Trabajar a ciegas, sin objetivo, como un loco”. O analizar las condecoraciones que entrega el Estado: “Aceptar ser condecorado es reconocerle al Estado o al príncipe el derecho a juzgarte, ilustrarte, etc.”. Tampoco podía faltar la política: “Política. No tengo convicciones –tal como las entiende la gente de mi siglo– porque no tengo ambiciones”. Baudelaire ensaya todas las facetas de una persona: filósofo, politólogo, creyente, laburante, ciudadano, varón y poeta. Todo está en estos escritos, incluso los grandes oficios que enmarcan esta visión: “Sólo hay tres seres respetables: el sacerdote, el guerrero, el poeta. Saber, matar y crear”. Y dentro de esto mismo: “El hombre de letras es el enemigo del mundo”.
¿Pero pudo esta visión de la vida y de la literatura influir en una generación de jóvenes argentinos? Gustavo Alvarez Núñez, autor de Vidas epifánicas y ensayista de cultura pop, cree que para quienes llegaron a la literatura a través de la música, a través de un puente establecido por Spinetta en el álbum Artaud, “adentrarnos en el mundo de los poetas malditos fue una obligación”. En esos años de “una primavera oscura”, la poesía fue un refugio para una mirada agria del mundo. En ese contexto, el “malditismo” de Baudelaire, que encarnaba “lo abyecto, el hedor, la escoria”, ayudó a consolidar esta mirada rockera argentina. Fue tal la influencia que tuvo sobre Alvarez Núñez que, cuando formó otro grupo de rock, le puso Spleen “porque detrás de la cita a una de las siete partes de Las flores del mal (“Spleen et ideal”), seguía el cosquilleo de que la búsqueda de la belleza estaba más cerca del esplendor del hastío (casi de carácter afirmativo, la melancolía como fuerza productiva y no como contemplación burguesa) que del regocijo de las formas perdidas o la nostalgia de lo que podría haber sido”.
Spleen o ese estado de melancolía de la que habla Alvarez Núñez está más vivo que nunca en París, sobre todo después de los atentados de noviembre pasado, aunque como explica la escritora argentina Ariana Harwicz, que reside en las afueras de la ciudad hace varios años, esta concepción de París se hizo patente cuando Baudelaire fue testigo de “la desaparición de la ciudad tal como la conocían, la destrucción de sus barrios medievales, la París tal como la habían amado no estaba más, esos cambios exaltaron el spleen del poeta y lo volvieron cómplice de todos los huérfanos, exiliados y víctimas del mundo moderno”. En la época en que están fechados estos escritos íntimos, Baudelaire comparaba la ciudad con aquella otra ciudad de hacía veinte años y se dio cuenta de que aquella ciudad distinguida y elegante había dado paso al caos de las masas en las ciudades democráticas. París cambia, pero su melancolía o spleen permanece intacta, percibió Baudelaire. París, lee bien Harwicz, como “ciudad modernizada de gritos infernales, una ciudad apocalíptica y satánica”. Hoy esos gritos infernales se escucharon en Bataclan, después de los atentados terroristas que volvieron la atmósfera de la ciudad “irrespirable de tensión y ansiedad, de lo no dicho, del miedo”. Así y todo cada generación ha reinventado la poesía de Baudelaire y también la ciudad, como si fueran una sola cosa, y espera que esto no cambie: “Baudelaire y París en el siglo XXI posmasacre de Bataclan son inclasificables e irreductibles. Las víctimas del mundo moderno siguen ahí, en las terrazas y en los bulevares, en las periferias”.
De este modo Baudelaire es modernidad, es París, es poesía tal como la concebimos hoy, es una nueva concepción de belleza, pero también es la posibilidad desde la nada, desde su marginalidad, de dar una lucha contra el canon de las letras francesas: cuestionó a Molière (“[Tartufo] no es una comedia sino un panfleto”), a George Sand (“Tiene el famoso estilo fluido caro a los burgueses”), escribió que se aburría en Francia, porque “todo el mundo se parece a Voltaire”. Por otro lado, admiró a Rousseau, a Flaubert y tradujo al francés a Poe, propiciando una reconfiguración del canon de esa literatura. En lo personal, odió el periodismo y sintió un fuerte racismo hacia los belgas y hacia los judíos (“Organizar una hermosa conspiración para exterminar la raza judía”) en una época donde el racismo no era algo raro en Europa, sobre todo entre las clases ilustradas. Y planteó la inmortalidad de la forma: “Toda forma creada, incluso por el hombre, es inmortal. Pues la forma es independiente de la materia, y no son las moléculas las que la constituyen”. Como salta a la vista, esta nueva edición de Mi corazón al desnudo y otros escritos íntimos y el propio Baudelaire parecen ser más actuales que nunca.
www.perfil.com
¿Cómo ejercía Baudelaire la crítica de arte? De sus textos se puede inferir la respuesta. Ya para el Salón de 1845 anuncia que el
ResponderEliminarmétodo del discurso consistirá simplemente en dividir nuestro trabajo en cuadros de historias y retratos —cuadros de género y paisajes—, escultura, grabados y dibujos, y colocar a los artistas según el grado y el orden que les ha asignado la estima pública (1982, p. 337).
De lo que se desprende la existencia de 1) un método, 2) una jerarquización de los artistas, 3) unos valores asignados.
En cuanto al método, éste no compete únicamente al aparato discursivo, que comprende ejercer la crítica del Salón artista por artista u obra por obra, sino también al ejercicio de aquellas facultades propias del crítico, a saber —como lo declara en la primera parte del artículo que escribió para la Exposición Universal de Bellas Artes de 1855—: la voluntad aliada a la imaginación para operar en el individuo que contempla y anexiona, por medio de los sentidos, la obra, independientemente del ámbito cultural y geográfico del que ésta provenga.
El crítico ante todo —aclara— es un espectador que trabaja sobre la imagen como único resultado. En consecuencia, más que por la naturaleza de su composición, la obra de arte debe ser destacada por sus cualidades subjetivas, dando cabida en el discurso, por tanto, a sustantivos imprecisos como sentimiento o placer.
La jerarquización de los artistas y los valores asignados a éstos por el público vienen dados, sobre todo, por la “presencia” en la obra de la imaginación sobre la sensibilidad. Así, para el Salón de 1859, explica que
es la imaginación la que ha enseñado al hombre el sentido moral de los colores, de los contornos, del sonido y del perfume. Ha creado, al comienzo del mundo, la analogía y la metáfora. Descompone toda la creación y con los materiales amontonados y dispuestos según unas reglas de las que no se puede encontrar el origen más que en lo más profundo del alma, crea un mundo nuevo y produce la resurrección de lo nuevo (1982, pp. 344-345).
Esta “resurrección de lo nuevo” no es otra cosa que la presencia de la originalidad. Tan importante es este carácter para Baudelaire que, al momento de abordar las virtudes de Delacroix, no duda en señalar: “...es el pintor más original de los tiempos antiguos y modernos” (1982, p. 338). Es más una novedad en las formas, las cuales no deben ser discutidas, sí apreciadas, pues la pintura es un evocar, un operar mágico, que escapa a la comprensión, por parte del crítico, de cualquier método utilizado por el artista para suscitar la idea y el sentimiento.
En tal línea, la noción de progreso, en cuanto artístico, debe entenderse, como declara para la Exposición Universal de 1855, en función de los logros del artista en imprimir a las obras saber y fuerza imaginativa, y no en las vías adoptadas —que suscitan afirmaciones como la de que “la industria fotográfica era el refugio de todos los pintores fracasados” (1982, p. 343)— para que el cuadro sea una extensión fidedigna de la realidad, que considera trivial.
Por todas estas características y nociones que determinan la concepción temperamental que del arte y la crítica posee Baudelaire, cabe la interrogante: ¿cuál modalidad artística es la más idónea para el ejercicio de una crítica tal? Indiscutiblemente, la pintura, que imprime un único punto de vista, el del pintor, permitiendo, por ende, acentuar la expresión, impidiendo —siempre según Baudelaire— que el cuadro sea algo más que lo propuesto por el artista.
www.letralia.com