CINE Welles. La Dama de Shangai (Espejos) 1948

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  1. Este “thriller”, concebido para el lucimiento de la insigne Rita Hayworth, pasó a la historia por contener uno de los más famosos finales de la historia del cine, la escena de los espejos, mítica secuencia que ha sido homenajeada por otros cineastas posteriores como Woody Allen en Misterioso Asesinato en Manhattan (1993)

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  2. En la célebre escena final de 'La dama de Shanghai', los espejos saltan por los aires. «El que se deja guiar por sus instintos mantiene hasta el final su fe en la vida», dice el ingenuo Michael ante la rubia, amarillo de maldad, Elsa. Cuando el marido engañado, borracho y paralítico Arthur aparezca, ya nada tendrá ni remedio ni sentido. Todo ocurre en la habitación fractal, llamémosla así, de una feria de atracciones que, de golpe, se antoja fiel y abstracto reflejo de esa otra feria de vanidad que es la vida. «Me estás apuntando a mí... Yo te estoy apuntando a ti... En realidad matarme a mí es matarte a ti. No hay diferencia», escupe el último en llegar. Los revólveres, en realidad, apuntan al público. Orson Welles se dirige, en un gesto que se diría suicida, al patio de butacas. La pantalla se convierte ella misma en un espejo. Y, de repente, una única escena se descubre en su transparente complejidad como la perfecta metáfora de toda una obra, del propio Welles.

    Orson Welles nació hace exactamente 100 años en Kenosha (Wisconsin) y su obra permanece como algo más que un referente. Él fue a la vez el hombre que cambió las reglas de Hollywood, el más moderno, y el que mejor supo leer las reglas de buena parte de los géneros clásicos, hasta hacerlas saltar por los aires. Su cine, desde la primera escena rodada con apenas 26 años, se levanta contra el veto de Hollywood al autor. Cada fotograma de 'Ciudadano Kane' lleva su firma. Siempre desmesurada. Y así será hasta el final de sus días en una carrera marcada por la inactividad forzosa, castigada por el estigma del maldito.

    Empeñado en rodar cada película como si fuera la primera y cada escena como si se tratara de la última, todo su cine vive marcado por la agonía de la genialidad. Welles reinventa el cine cada vez que planifica una secuencia enfrentado a brazo partido contra los límites. Se diría que su pelea fue la de un hombre único contra sí mismo, un genio irrepetible contra cada una de las definiciones; un cineasta enfrentado a su reflejo; un artista frente al espejo.

    Hoy mismo se inauguran los fastos de un año que, originalmente, estaba destinado al desvelamiento de su último e inacabado trabajo 'The other side of the wind' ('La otra cara del viento'). Teóricamente era el festival de Cannes el designado para la cita cinéfila más esperada en mucho tiempo. No podrá ser. Se diría que hasta este estreno fallido cumple a la perfección con el ritual que preside una filmografía esencialmente inacabada, rigurosamente fallida por extremadamente lúcida. Se diría incluso que el aniversario responde a la perfección a la manera de ser y estar del propio Welles. De nuevo, un aniversario con la forma de espejo.

    Y no puede ser de otro modo. Más allá de las incomprensiones de los productores con las que desde el inicio siempre se tropezó, Welles presumió durante toda su carrera de una especie de horror vacui tanto en la puesta en escena como en lo que atañe la posibilidad de dar por acabado nada. Miedo a la muerte, quizá. Su 'Don Quijote' se alargó durante décadas, saltó de un continente a otro y terminó reducido a un montaje accidentado, y se diría que injusto, a cargo de Jesús Franco. 'The Deep', la adaptación de la novela de Charles Williams que acabaría por llevar a la pantalla Phillip Noyce, se convirtió en una especie de ritornello con la que entretener la conversación de los que quisieran escuchar. Y, finalmente, 'The other side of the wind'. La que iba a ser una metáfora sucia de la transformación de Hollywood, en la que el cine dentro del cine se descubre a la vez como el retrato imposible de un director y de la incapacidad de toda obra de arte por ser otra cosa que un esbozo mal compuesto de la vida, acabó por ser ella misma eso: la perfecta representación inacabada de su imposibilidad. Y así, en la obra que no acaba de verse se esconde y a la vez se muestra al verdadero y perfecto Welles. Otra vez, la persistencia de los espejos.Luis Martínez el 6 de mayo de 2015 en www.elmundo.es

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