SATURNINO HERRÁN, PINTOR SIMBOLISTA MEXICANO

(...)Herrán entregó las obras unos meses antes del estallido de la Revolución y al parecer cobró apenas una tercera parte de lo que se le prometió por ellas. Si seguimos la interpretación que ha hecho Fausto Ramírez de la obra de Herrán, como una superación del realismo académico en el que se formó el pintor, que entronca con el movimiento simbolista que consolidó en México Julio Ruelas, y que interpreta de manera original, adaptando sus temas a la experiencia de lo “nacional”, podemos sugerir que la presencia frecuente de cerámica local en su producción rebasa un fin decorativista y adquiere, justo en su carácter de ser traducción de vivencias y visiones subjetivas sobre lo propio, el valor de arraigo a la tierra y antecede a la valoración que se hizo del arte popular durante el periodo posrevolucionario, después de 1920.[5]  La premisa que ha dominado el discurso historiográfico del arte moderno mexicano es que el arte popular “apareció revalorado” de pronto, en ese momento del llamado Renacimiento cultural. Sin embargo, como muestran estas dos obras de Herrán que aquí abordaremos - como otras más de su producción y de la de artistas como Félix Parra y Germán Gedovius - la cerámica local contemporánea no fue un descubrimiento de las vanguardias posrevolucionarias, ni en su sentido como objetos propios o locales, ni como objetos con cualidades formales que valía la pena considerar en tanto creación imaginativa.          

3.       La historiografía reconoce ya desde hace años la presencia del arte indígena precolombino en las bellas artes durante el siglo XIX en México como una apropiación de la cultura material del pasado, y como una forma de construir una identidad nacional cimentada en una “tradición” propia. Historiadores del arte como Fausto Ramírez, Angélica Velázquez, Esther Acevedo y Elena Estrada de Gerlero se han aproximado a la pintura de historia y de paisaje en su vertiente “anticuaria”.[6] Un vistazo al catálogo razonado del Museo Nacional de Arte (MUNAL) y al tercer tomo de los catálogos de la exposición Los pinceles de la Historia presentada en el mismo museo revela la profundidad con la que ellos han tratado la presencia de objetos indígenas históricos, monolitos, esculturas, relieves, estructuras arquitectónicas pseudo-prehispánicas y figurillas de muy variada naturaleza que aparecen representadas en la pintura de la centuria decimonona. En la gráfica, el arte prehispánico figura en las láminas de diferentes Atlas, como los de García Cubas y publicaciones monumentales como el México a través de los siglos.[7] Pero para dar cuenta de ciertos hábitos plásticos del siglo XIX en lo que toca a las formas de apropiarse, incorporar, citar o valerse de las artes populares - con los que quizás se trató de hacer sentido de la alteridad de los mundos indígenas que eran contemporáneos a los artistas y la sociedad mexicana que se modernizaba - tenemos que mirar hacia géneros menores en la pintura como las naturalezas muertas, las fotografías documentales en álbumes y los episodios aislados en las pinturas de historia, de paisaje y algunas alegorías para encontrar citas de esos objetos de origen indígena. Para el caso de las obras de Saturnino Herrán que aquí nos ocupan, éstas dan cuenta de ese encuentro entre una modernidad emergente vista a través de un trabajo que edifica una nueva ciudad, una tradición artesanal aún presente y los valores sociales como la familia y la salud física del cuerpo masculino que, aunque presentes desde el porfiriato, adquirirían otras dimensiones durante la posrevolución. (...)


Comentarios

  1. La leyenda de los volcanes, 1910

    Saturnino Herrán Guinchard interpreta a través de su obra La leyenda de los volcanes. La leyenda anterior al Virreinato de la Nueva España, habla de la situación que se vivía entre los Tlaxcaltecas y los Mexicas.
    El pueblo de los Tlaxcaltecas, enemigos del Imperio azteca, cansados de la opresión decidieron luchar por la libertad de su pueblo.

    El guerrero Popocatépetl, era uno de los más respetados del pueblo, motivo por el cual había solicitado al cacique de los Tlaxcaltecas la mano de su hija, Iztaccíhuatl. El amor que había surgido entre ambos era tal que el padre de Iztaccíhuatl aceptó sin dudar.

    Popocatépetl debía ir a la guerra y el cacique le había prometido una gran fiesta a su regreso, además de la mano de su hija. Sin embargo un envidioso y rival del guerrero dijo a Iztaccíhuatl que su amante y enamorado había muerto durante una batalla. La princesa sintió una tristeza profunda, razón por la cual murió. Popocatépetl regresó de la batalla y al descubrir la muerte de su amor vagó por las calles. Tomó el cuerpo sin vida de su amada y lo llevó a la cima de una gran tumba que había mandado construir ante el Sol. Con el cuerpo de la princesa entre sus brazos, quemó su cuerpo, contemplándola hasta morir. La nieve cubrió sus cuerpos, convirtiéndolos en dos volcanes que están frente a frente.



    Herrán utiliza las raíces de México, para expresar la belleza de los pueblos así como la belleza de las mujeres y sus dignidades. Su pintura tiene la influencia de la europea; utiliza la pintura sobre el dibujo en la composición de su arte, del movimiento de los cuerpos, y la tensa expresividad. La intención de entender el comportamiento de los personajes y de representar sus sentimientos, tal como en el Barroco.
    cultura.colectiva.com

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